Por Víctor Montoya.
El gigante de Paruro, que posee toda la fuerza y dignidad de una estatua monumental, es una imagen captada por el fotógrafo peruano Martín Chambi, quien, en sus largos recorridos por los Andes y llevando a lomo de mula su cámara de placa de vidrio, supo fijar en un instante preciso, como todo buen poeta de la luz y la sombra, imágenes que provocaban un cierto vértigo entre nuestra realidad y la suya, entre la creación y la contemplación. Además, el artista que dibuja con la luz los objetos y las formas, está consciente de que todo lo que recoja su sensibilidad visual no es otra cosa que el reflejo de su mundo interior.
Martín Chambi hizo posar al gigante de Paruro al lado del mestizo de traje y gomina, para luego retratarlo tal cual estaba. Miró a través de los lentes y presionó el obturador. Y, tras el clic de la máquina, la fotografía se compuso en un instante mágico. Más tarde, en la fría penumbra del laboratorio y sus alquimias, la imagen del gigante de Paruro quedó fija sobre el papel, con todo su poder de sugerencia.
El impacto de la fotografía, que sintetiza la realidad contradictoria del continente latinoamericano, me devolvió a épocas remotas y a esos temibles mitos relacionados con la existencia de seres gigantescos, que los piratas de alta mar contaban en los puertos del Viejo Mundo. De ahí que el cronista italiano Antonio Pigafetta, que navegó por las costas del Atlántico junto a las huestes de Fernando de Magallanes, escribió que los expedicionarios se encontraron con indios gigantes en la región meridional del continente sudamericano, con personajes que hablaban con voz de toro y tenían el cuerpo y la cara pintados de rojo, a quienes, por su impresionante estatura, los llamaron los patagones, pues se decía que eran tan altos y fornidos, que ni el más alto podía llegarles a la altura de los ojos sino montado sobre el caballo.
El gigante de Paruro tiene la cara alargada, los pómulos prominentes y quemados por el sol y el frío, los ojos irradiando los cinco siglos de opresión y menosprecio al indio, la nariz firme y aguileña, los labios carnosos, entreabiertos, y el mentón más amplio que la frente; lleva el poncho plegado y la chompa como un andrajo; tiene una mano nudosa apoyada sobre el hombro del mestizo, quien lo mira desde abajo, y la otra mano, donde las venas parecen lazos enraizados en su piel, sujetando el infaltable ch’ulu (gorro de lana), que seguramente se lo calaba hasta más abajo de las orejas para protegerse del frígido soplo del altiplano; sus abarcas, cuyas delgadas suelas parecen aplastadas por el peso de su cuerpo, no tienen hebillas sino tiras que cruzan por entre los dedos y se amarran a la altura del tobillo. Sus pantalones de bayeta, en realidad, no existen, puesto que de tanto remiendo parecen un solo remiendo.
Con todo, así como están, me recuerdan al aparapita (cargador) y a Jaime Sáenz (el viejo comealmas), el poeta surrealista boliviano que, en sus noches de bohemio, frecuentó el submundo de los aparapitas, intentando beber como ellos, con ellos, dos litros de alcohol por día, puesto que estos personajes enigmáticos, acostumbrados a comer la sopa de perejil con la cara contra la pared y lejos de las miradas indiscretas de la gente, no sólo le fascinaban porque viven en íntima relación con los toneles de aguardiente, sino también por su modo de vestir, pues el saco del aparapita, como los pantalones del gigante de Paruro, es una verdadera confección del tiempo y no del sastre. Aunque la prenda existió en algún momento, fue desapareciendo poco a poco, según los remiendos iban cundiendo hasta aumentarle el peso con relación a su espesor. De modo que los pantalones del gigante de Paruro son una suerte de hilo sobre hilo y tela sobre tela.
Sin embargo, lo que deja perplejo de está imagen no es tanto la vestimenta del indio como el impacto irresistible de su estatura, que a él sabría causarle un complejo de elefante, mientras a sus admiradores una curiosidad insondable, puesto que ver a un indio gigante, retratado gracias a los misterios de la luz, es siempre un golpe certero contra la percepción de la vista y un modo de constatar que, a veces, los personajes creados por las aventuras de la imaginación son superados por la realidad contundente.