Cuando Chile se incendió, primero en la calle y luego en el verbo de la propuesta constitucional, el golpe de Estado de Pinochet se acabó como iconografía exclusiva y excluyente de la izquierda.
Por Roberto Brodsky
Un sinceramiento intelectual y político que contiene más preguntas que respuestas parece imponerse a propósito de los cincuenta años del golpe de Estado de septiembre de 1973 y la interrupción de la democracia en Chile. Es una fecha histórica para la que se preparan inminentes golpes de pecho, grandes reportajes, inauguraciones, performances. Se trata de una conmemoración donde todos se aprestan a resignificar el Golpe, medir su recorrido, evaluar su significado más que celebrarlo. Desde esta perspectiva, resulta imposible desvincular lo ocurrido a lo largo de este medio siglo respecto a dos de los hitos más significativos que le han seguido en el tiempo de la historia reciente: el primero es la recuperación de la democracia chilena en el plebiscito de octubre de 1988, y el segundo es el estallido social de 2019 y su secuela institucional en el reciente plebiscito del 4 de septiembre de 2022.
En ambos casos, se plantea la cuestión central de qué es Chile hoy en día. O qué vemos en los tránsitos del país en los últimos treinta años. Ya la sola mención a la recuperación de la democracia en 1988 hace levantar la ceja izquierda a más de uno. Desde esa ceja izquierda, insatisfecha con la transición inaugurada en 1990, la democracia en Chile seguiría estando suspendida, anclada allí donde la dejó el golpe de Estado y su nefasta secuela de víctimas tanto humanas como sociales y políticas. La democracia aún no llega, nos dice este relato: la interrupción del curso histórico que llevaba el país sigue penando sobre nosotros como un fantasma en busca de redención. El Golpe, desde esta perspectiva, sería entonces un acontecimiento permanente, un evento que se reitera en el tiempo y determinaría nuestras vidas en una cacería incesante del pasado sobre el presente. Su contradictoria expresión política sería el aggiornamento procedimental de cambiar algo para que todo siga igual, en un abrazo gatopardista ejecutado a lo largo de treinta años por los sucesivos gobiernos concertacionistas dedicados a la administración del modelo heredado de la dictadura.
Bien. Todos hemos sido parte de este relato en un momento u otro. Lo hemos compartido, discutido, utilizado para nuestras películas, nuestras investigaciones académicas, nuestras novelas, obras de teatro e instalaciones de arte. Son las políticas del deseo, como las llamaría Guattari, cuya misión ha sido siempre extremar y hacerse parte de la subjetividad de la época para develar contenidos profundos y menos tangibles. Pero esto ha sido así desde el primer búfalo en la cuevas de Lascaux y Altamira hasta el día de hoy: inscribimos una figura en la piedra porque sabemos que esa imagen será más real que el transitorio recorrer del búfalo en la llanura. Esa subjetividad del deseo que se despliega es para nosotros más relevante que la misma política, porque nos habla de la verdad y de nuestra propia libertad para crear cada vez un mundo nuevo.
El problema surge cuando trasladamos las políticas del deseo a los deseos de la política, que es lo que vino a plantear el estallido social de 2019
Genial, quedémonos allí.
El problema surge cuando trasladamos las políticas del deseo a los deseos de la política, que es lo que vino a plantear el estallido social de 2019 y la refundación del país en la Convención Constituyente que le siguió. Su símbolo ya no fue la cansina administración del Estado por un grupo de burócratas bien adiestrados y concertados, sino el incendio: quemarlo todo, de la calle a las bibliotecas, de los libros a las personas, del transporte público a las estatuas, y de allí a las instituciones de la democracia, empezando por el gobierno constitucional de Sebastián Piñera. Alimentado por las ansias de borrarlo todo, de la página en blanco, ansias replicadas luego en la Convención elegida para redactar una nueva Constitución, el relato de la falsa democracia, de la democracia que sólo sirve al gran capital especulativo y nunca para ampliar las oportunidades de millones de necesitados, tomó su revancha a partir de octubre de 2019, hasta extenuarse por completo en la propuesta de nueva Constitución que se votó hace menos de un año.
Antes de ser acusado de facho, marrano, amarillo o cualquier otro calificativo del momento, expongo un dato de la causa que sirve de referencia general a lo que planteo como un sinceramiento urgente desde este lado de la mesa. El 4 de septiembre de 1970, Salvador Allende llegó a la presidencia de Chile con un 36% de apoyo por parte de los votantes, casi el mismo porcentaje que obtuvo el “Apruebo” de nueva Constitución cincuenta años después, en el plebiscito del 4 de septiembre pasado, que fue de un 38%. Allende se las arregló como pudo para maniobrar durante tres años con esa mayoría relativa del 36%, largueza que no estuvo en manos de la Convención implementar. Estadísticamente subimos dos puntos, rebatirá alguien: del 36% de Allende al 38% del “Apruebo”. Bien, el optimismo siempre es saludable en horas difíciles. Yo diría, en cambio, que retrocedimos un total de dieciocho puntos, comparando ese porcentaje con el 54% del plebiscito de 1988 que dijo NO a Pinochet, y cuarenta puntos, sí, cuarenta puntos porcentuales respecto del 78% que votó a favor de redactar una nueva carta constitucional.
Soy malo para las matemáticas, pero no tanto como para creer que hemos avanzado en la simpatía del electorado chileno a favor de los cambios. A mayor abundancia de estos pesados números, habría que agregar el porcentaje de rechazo que obtuvo la propuesta en el plebiscito de septiembre de 2022. Increíblemente, esa votación igualó la cifra que hace medio siglo lograron juntos los rivales de Allende en 1970: 60% entre Jorge Alessandri, por la derecha, y Radomiro Tomic, por el centro. Juntos, y al final revueltos, obtuvieron hace medio siglo la misma votación que decidió rechazar la kilométrica novela rusa que se despachó la Convención Constituyente hace un año.
¿Se busca extraer un sentido a los cincuenta años del Golpe en estas efemérides? Bien, aquí hay uno. Las cuentas claras conservan la amistad, reza el dicho. No se trata de fake news, sino de un desastre político mayor.
El dato es alucinante, no sólo por la inmovilidad de los tres tercios característicos de la política chilena, sino por lo monstruoso del espejo. Como si se tratara de doblar la tragedia en farsa, desde este lado vimos venir la derrota del “Apruebo” en 2022 como otros vieron venir el Golpe en 1973: inermes, aislados, sobrepasados por el sectarismo, aturdidos por el elogio y la idealización de la violencia, el maximalismo ideológico, el fascismo inocentón del que baila pasa, las divisiones en el campo propio, el narcisismo revolucionario, la negación de la política y su reemplazo por la furia de las masas, todo acompañado por viejos temas románticos como “Avanzar sin transar”, “Crear-crear poder popular” y “El pueblo armado jamás será aplastado”, bellas canciones del ayer que acompañaron la soledad de Allende en las horas cruciales de su gobierno y volvieron a escucharse para la derrota de la Convención hace menos de un año.
Desde este lado vimos venir la derrota del “Apruebo” en 2022 como otros vieron venir el Golpe
Ya sé: las comparaciones son siempre odiosas y los números redondos incomodan la memoria. Pero, por esta vez, a falta de un relato único, vale la pena detenerse en estos hechos y sujetarse a ellos para intentar levantar algunas preguntas.
¿Cuál puede ser el significado de ese arco que se abre con la tragedia del 11 de septiembre de 1973 y se cierra con la calamitosa propuesta de refundar el país que presentó la Convención Constituyente? ¿Por qué se dice –con tantas razones como sinrazones– que el fracaso de la Convención tiene un carácter simbólico y estratégico tan fuerte como el de hace cincuenta años? ¿Hay una nueva grieta que se abrió en Chile desde la revuelta de 2019 hasta hoy? ¿Y qué carácter tendría? ¿Sería revolucionario e insurreccional? ¿Autoritario y neofascista “a la Mussolini”? ¿Narco-territorial? ¿Lumpen-consumista, como asegura desde Valparaíso la escritora Lucy Oporto? ¿Una inminente restauración conservadora?
A estas preguntas no tengo más que una imagen como certeza. Es la del dinosaurio. Todos conocemos el cuento, por su brevedad y por ser el más famoso de todos los que haya escrito el guatemalteco Augusto Monterroso. “Cuando el hombre despertó, el dinosaurio seguía allí”, dice el texto. Su paráfrasis diría así: cuando Chile despertó, el dinosaurio seguía allí. Para algunos, el dinosaurio es la memoria: terca, indoblegable, dolorosa. Para otros, es el golpe de 1973: inmenso, cíclico, recurrente. Y no faltan los que asimilan la sinécdoque con Pinochet: brutal y omnipresente. Pero el problema ya no es identificar la parte por el todo, sino tratar de entender lo que ocurrió una vez que Chile despertó.
Mi humilde percepción es que, en los tres años y pico transcurridos entre el estallido social y la derrota en el plebiscito de salida de 2022, lo que hicimos todos como colectivo de país fue incendiar el pasado, y en particular el pasado del 11 de septiembre de 1973. Cuando Chile despertó, el golpe de Estado se acabó. Es una tesis riesgosa, lo sé. Pero es más bien una intuición, un pesar que creo necesario compartir. Quien se otorga a sí mismo el poder de la violencia para la resolución de conflictos en democracia, pierde el favor de la justicia, y también de la verdad. Cuando Chile se incendió, primero en la calle y luego en el verbo de la propuesta constitucional, el 11 de septiembre se acabó como iconografía exclusiva y excluyente de los derechos de la izquierda a la justicia. La enterramos en la Historia, junto con sus víctimas, como algo propio y a la vez ajeno en nuestras vidas reales; lo olvidamos aquí mismo, en la recurrente iconografía de ese día once.
Quien se otorga a sí mismo el poder de la violencia para la resolución de conflictos pierde el favor de la justicia
Por ahora resulta difícil dibujar el derrotero preciso de esta terrible paradoja de la violencia política asociada a la superioridad moral de ejercerla, que fue la mezcla que nos regalaron los últimos tres años de vida política en Chile, como si se tratara de completar los tres años de mandato que la Junta Militar le robó al gobierno constitucional de Allende en 1973.
Hay muchas preguntas que saltan a los ojos y pocas respuestas seguras. Pero el fenómeno está allí, a los pies de un dinosaurio agónico, casi muerto en la grieta de un pasado pisado. Lo que se llevó el estallido social y su romance con la Convención Constituyente, a mi entender, fue el respeto al sitial de las víctimas, un prestigio que era capital simbólico de la memoria, sostenida en el más alto pedestal de la conciencia nacional durante treinta años de trabajo por los derechos humanos como principio democrático. Pero también perdimos la certeza en la movilidad social entre los ofendidos y humillados en los barrios populares y las regiones invadidas por las bandas del crimen organizado. Pero también el acuerdo entre la izquierda y el centro político que dio gobernabilidad a un país que no lo tenía fuera de los cuarteles. Pero también, y más importante quizá que todo lo anterior, lo que se llevó este tiempo de violencias provocadas y compartidas de lado y lado fue la posibilidad real de generar una nueva Constitución política consensuada y surgida en democracia, algo que requería, primero que todo, creer en la democracia.
Tirada a la basura por una farra nostálgica, lo perdido ayer en la performance cultural del “Apruebo” llegó hoy a una comisión de expertos constitucionales y representantes de partidos políticos que nadie se atreve seriamente a cuestionar después del bochorno de la Convención. Diría incluso que, aparte del interés que suscita en el archivo académico, los cincuenta años del golpe de 1973 cosechan hoy más indiferencia que pasiones en el país real. Porque Chile despertó, incendió calles y bibliotecas, memorias y presentes, espacios públicos y privados, y el viejo dinosaurio del Once de Septiembre que año tras año conmemorábamos con contrición y recato terminó en la hoguera del estallido junto a las estatuas y la incoherencia partisana. La grieta que se abrió entonces ya no está más donde solíamos encontrarla, es decir en la tragedia del Once, sino entre un dinosaurio muerto y otro nuevo que nació de la cola cortada en la revuelta. Ya no habrá otro golpe que evocar distinto al que nosotros mismos nos otorgamos en esta última pasada. La repetición de un evento en el tiempo es signo de su falta de origen. Ahora que nos hemos dado un origen alterno, otro, habrá que olvidar lo que tanto recordábamos.
Es lo que hay. O lo que veo. O lo que buscábamos, en verdad.
Un nuevo dinosaurio que nos espere al despertar.
Nota: En el momento de la publicación de este texto se conoce que el ultraderechista Partido Republicano de José Antonio Kast ha obtenido 22 de los 50 escaños del nuevo Consejo Constitucional, lo que les otorga poder de veto.
Roberto Brodsky (Santiago, 1957), escritor y periodista, es autor de varios guiones y novelas. Fue agregado de Chile en Estados Unidos de 2016 a 2019, y desde hace años reside en Washington, donde trabaja como profesor adjunto en el Centro para Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Georgetown.
buen art pero tiene sus peros.