EDICIONES CLANDESTINAS
Por: Jaime Saenz
En este páramo las cosas no tienen nombre.
Transita el caminante con el cuerpo dentro del cuer-
po en el país de las cosas,
en que sólo existen las cosas por el ansia de ani-
quilar,
con silenciosos muros,
con apagados fuegos,
con heladas aguas que sólo existen en cuanto ya no
existen,
con montañas graves en el horizonte,
que se hunden en la lejanía de los cielos que se hun-
den en la indecisa transparencia del planeta,
que sólo existen en memoria del crepúsculo,
que se acaban con la inconmensurable duración de
un crepúsculo que ya no existe.
Del derrumbe en que se derrumba toda cosa,
confluye toda cosa en lo diverso y en lo solo,
con sordos estruendos,
con aires inmutables,
con signos que se transfiguran al conjuro del ánima,
al soplo del ánima,
al rugido del ánima,
que en lo oscuro a liberado el Extraño,
que ha conspirado con el Extraño para penetrar en
la obra de la obra,
que en lo oscuro se inclina sobre la obra y hace y
deshace la obra,
para desentrañar la revelación del júbilo personi-
ficado.
Conoce este hombre la vida del júbilo,
ha vivido el instante que dura la vida del júbilo,
ha sido la forma corpórea del júbilo aniquilador.
Sus ojos lo han visto. Sus manos lo han tocado -y
por eso este hombre sabe.
En el interior del tiempo discurre el tiempo a partir
de la revelación, y por el júbilo se mide,
al igual que la obra.
Así la hobra en que vive el hombre es la obra;
y por eso, el hombre en que vive la obra no es la obra.
Así el hombre se hace en la obra;
es el hombre quien deshace la obra para hacer al
hombre, o sea la obra.
Y tal el hombre que hace y deshace la obra y el hom-
bre, el cual hace la obra.
Con cara de brujo, con la cabeza pelada, y con la
nariz arrugada, como si estuviera oliendo no sé qué,
en un gesto de profundo desagrado,
en patética y abierta simetría con la boca, como si
esta boca, ella sola y por sí misma, estuviera asimismo
oliendo no sé qué,
con pavoroso aire de humor encubierto en la cara
de santo que encubre una cara del diablo,
en que se mira la burla que se mira a sí misma con
aire de burla,
asumiendo un aire infantil con tamaña corbata que
sobre el pecho reposa,
cual ave nocturna guardando la clave de una magia
nocturna,
y que, en violenta disonancia con cierta pulcritud
en el conjunto,
se tuerce inopinadamente,
en alarmante consonancia con el carácter de este
hombre que sigue su camino,
con el ángel a la diestra y con Satanás a la siniestra,
con infinitas contradicciones por las cuales el
círculo se cierra y la síntesis se da,
por gana soberana del hacedor afecto a gobernar
lo ingobernable, nada afecto a razonar,
con el ojo puesto en las fisuras del tiempo, en las
fisuras de la verdadera vida,
escudriñando en honduras que se difunden más
allá del eco,
escudriñando en los confines de la niebla,
vagando en inmensidades que sólo él puede seño-
rear, con el hierro, con el fuego y con el hielo,
buscando una respuesta,
con angustia suma, con dolor sumo,
llevando a cuestas la desesperanza del mundo.
Y de tal manera, quiso jugar una broma pesada,
con el hacer una música, con el morir una música,
con el ser una música,
incendió la transparencia del sucedido y creó una
creación,
iluminando la naturaleza del mundo y del hombre,
iluminando formas invisibles y recónditas,
en lo oscuro
-siempre en ásperas y vacías y resonantes estan-
cias de lo oscuro.
En cuales precipicios,
en cuales parajes,
en cuales orillas, de malestar y espanto,
con resplandores cada vez más distantes:
él sabía.
Iba y venía, de aquí para allá, en el estar,
cuidando un poco el estar, y otro poco la vida y
otro poco la muerte,
manejando un cuchillo de doble filo que guardaba
en el bolsillo, en otro bolsillo muchos papeles,
entonando aires meridionales, de amor, de sueño,
y de suave esperanza, de hermosura y de adiós,
trasmontando en la realidad las montañas y as-
pirando largamente el efluvio del Mar Interior,
con una ventana siempre abierta a los presagios,
mirando con ojos deslumbrados el tránsito del Nibelungo,
contemplando en el horizonte aquellas lejanas tie-
rras del sur
-muy lejanas, y aun inaccesibles para él, con un
íntimo adiós a la hermosura de un venturoso existir,
y por eso mismo, no quería moverse de su sitio, ta-
piadas que fueron en una pared las cosas de esperanza y
de ansia,
en calidad de ilusiones,
y prefería no alejarse del recinto, suspendido en
el tiempo,
con emanaciones y con vapores y con hervores en la
materia del júbilo,
comiendo manzanas italianas en la oscuridad, con
dientes ya gastados por los años,
pelando y cortando las manzanas con toda placidez,
con aquel cuchillo que brillaba en la oscuridad,
mascando lentamente y gustando hasta lo último,
callada la boca y siempre a partir de la corbata
-a partir de la torsión de la corbata, si se quiere,
en oculta simetría con la textura de la tela del ga-
bán, de engañosa suavidad a la altura de los hombros que
se borran,
que señalan el conjunto corporal y la hechura del
gabán con una curva,
en sincronía con la carne y con las arrugas de la
carne,
en sincronía con la holgura del cuello almidonado
y con la ruptura de la curva,
en que trasciende un antiguo candor escondido para
sustentar esta cabeza, este gesto, esta imagen, este mi-
rar de difunto,
en oscuras y profundas amplitudes.
Más arriba del aire y más abajo de la tierra
-en la desnuda morada en que el señor del júbilo
habita.
En la morada circular y angular en que el liberador
Del hacer habita, en que el hacedor del hacer habita,
En el filo de la sombra
-en la arista en que se acaba el camino y en que
se abre el espacio,
en que la música del músico se encuentra.
En el estruendo aniquilador que precede y que su-
cede a la aniquilación,
en que fluye la música con despiadado amor por el
mundo,
en que la música del músico se encuentra.
En la abrupta pendiente en que la pendiente se
hunde.