Por J.Saenz
1.
La noche con unos cuernos que se mueven a lo lejos
la noche encerrada en una caja que se vuelve noche en aque-
lla cómoda en el rincón del cuarto.
mientras que mis ojos y sobre todo el espacio entre mis ojos
y mis narices se transforma a lo largo de una canaleta de dos pisos
me extraña y me causa susto el que haya aparecido un tubo
de felpa que se extiende de ojo a ojo y que no me deja ver la no-
che sino de un modo confuso y fantasmagórico
por obra de una fuerza que ha venido quién sabe de dónde
el espacio de mi sueño ha sido dividido por una pared
en este lado no es posible dormir y en el otro lado es perfecta-
mente posible pero no obstante absolutamente imposible
la pared en realidad no es una pared sino una cosa viva
se retuerce y palpita y esta pared soy yo
con una transparencia nunca vista que me permite mirar lo
que ocurre en el otro lado de la noche
con unos espacios en que seguramente se puede dormir al abri-
go de los suspiros interminables y dolidos y de los terrores que
alojan en tus huesos y que te causan mucha congoja
el otro lado de la noche es una noche sin noche sin tiempo
sin casas, sin cuartos, sin muebles, sin gente
no hay absolutamente nada en el otro lado de la noche,
es un mundo sin mundo por completo y para posesionarse
de él será necesario no poder alcanzarlo
-esta es la vera de tu cuerpo
y está al mismo tiempo a una distancia inimaginable de él
2.
A través de los cables de alta tensión que se extienden en el
perfil de las colinas y que luego descienden hacia los campos
la noche se difunde con invisibles chispas que a ratos relam-
paguean en los ojos y en los botones de algunos vecinos que toda-
via no se han acostado
y que permanecen valerosamente en las puertas de sus casas
para presenciar la primera embestida de la noche.
Esta primera embestida tiene en realidad un origen miste-
ioso,
y sin duda surge de los muertos que han muerto en aras del
alcohol y que ahora deliran con la visión que les ofrece el otro lado
de la noche,
y tiene mucho que ver con los barriles, con los toneles, con
las bodegas, y con los ingentes tanques de alcohol con que sueñan
noche tras noche unos bebedores que sólo yo conozco,
y que, habiendo bebido toda su vida hasta reventar, se retuer-
cen en medio de atroces malestares en húmedos camastros y en pro-
fundas cloacas pidiendo alcohol a gritos.
Estos bebedores han aprendido muchas cosas y tienen mucha
paciencia,
y saben que el otro lado de la noche se halla en el interior de
sus espaldas,
y que se halla asimismo en sus gargueros,
los cuales conservan siempre un resabio de alcohol,
lo que precisamente tiene la virtud de atormentarlos sin cesar
durante el largo, largo tiempo que dura la noche en el otro lado
de la noche.
3.
En realidad, el otro lado de la noche es un dominio sumamen-
te extraño,
y es el alcohol quién lo ha creado.
Nadie puede pasar al otro lado de la noche;
el otro lado de la noche es una región prohibida, y sólo po-
drán entrar en ella los sentenciados.
¿En qué consiste el otro lado de la noche?
El otro lado de la noche consiste en que la noche, simple y
llanamente,
se te entra por la espalda y se posesiona de tus ojos, para mi-
rar con ellos lo que no puede mirar con los suyos.
Entonces ocurre una cosa muy rara:
en determinado momento, tú empiezas a mirar el otro lado
de la noche,
y muy pronto llegas a comprender que éste se halla ya den-
tro de ti.
Más esto, por supuesto, es algo que sólo se da en los grandes
bebedores.
Es privativo de los bebedores que, por haber bebido y bebi-
do sin piedad, han estado muchas veces a un pelo de la muerte.
Es cosa que sólo ocurre con los bebedores que han enloqueci-
do a causa del alcohol.
Con los que no pueden estar un minuto sin beber.
Con los que deciden acortar al máximo las horas de sueño
-digamos a dos horas-, a fin de tener más tiempo para beber.
Con los que no ven la hora de estallar de una vez con el al-
cohol, y se regodean al sólo pensar en ello.
Con esos.
Sólo a esos el alcohol les concede la gracia de sumergirse para
siempre en el otro lado de la noche.
4.
La experiencia más dolorosa, la más triste y aterradora que
imaginarse pueda,
es sin duda la experiencia del alcohol.
Y está al alcance de cualquier mortal.
Abre muchas puertas.
Es un verdadero camino de conocimiento, quizá el más hu-
mano, aunque peligroso en extremo.
Y tan atroz y temible se muestra, en un recorrido de espanto
y de miseria,
que uno quisiera quedarse muerto allá.
Pues el retorno del otro lado de la noche es en realidad un
milagro,
y únicamente los predestinados lo logran.
A tu retorno, el mundo te mira con malos ojos:
eres un extraño, eres un intruso, y sientes en lo hondo que
el mundo no quiere que lo contemples;
lo que quiere es que te vayas y desaparezcas -lo que quie-
re es que ya no estés aquí.
Y como al fin y al cabo el mundo eres tú,
imagínate, tendrás que tener mucha fuerza, mucha humildad,
mucho gobierno,
para enfrentarse contigo mismo
-vale decir, con el mundo.
5.
Luego la noche vendrá en tu ayuda
-y tan sólo ahora, a la luz de experiencias aterradoras re-
cientemente vividas,
te serán reveladas muchas cosas simples, al par que difíciles.
Pues si hay riesgo, si no hay peligro, si no hay dolor y
locura,
no hay nada.
El día es de respirar, para saludar, para recorrer muebles y
cambiar de sitio algunas cosas;
el día es de oficinas, de dimes y diretes y de gente buena y op-
timista,
y también de pequeños odios y de carreras de velocidad a ver
quién llega primero.
El día es la superficie del mundo.
La noche no.
La noche es la noche.
La noche, en las profundidades, ha imaginado una broma,
pesada- pues la noche escribe,
para buscar y encontrar.
La noche propicia para perderse y desaparecer, para renacer
y morir, en oscuridades que te hablan y te señalan.
Por eso la luz de la noche es una luz aparte: muchas cosas,
muy extrañas,
se iluminan a la luz de la noche
-las cosas vuelven a ser como lo que son, y uno mismo lle-
ga a ser como lo que es.
6.
Nadie podrá acercarse a la noche y acometer la tarea de co-
nocerla,
sin antes haberse sumergido en los horrores del alcohol.
El alcohol, en efecto, abre la puerta de la noche; la noche es
un recinto hermético y secreto,
que se hunde en lo hondo de los mundos,
y no sé podrá mirar en sus adentros, sino por la vía del terror
y del espanto.
Además, existen ciertas afinidades con lo oscuro; y quien no
las tiene, jamás podrá acercarse a la noche.
Tales afinidades prosperan bajo un signo que podría parecer
inconsistente al no iniciado;
pero este signo es ya de por sí indicativo y lo constituye un
extraño y permanente temor de caer en el camino.
De ahí que el iniciado en los secretos de la noche, camine siem-
pre con cautela,
como si de súbito hubiera enceguecido, o hubiera perdido la
noción del espacio.
Y es éste en realidad un caminar en las tinieblas
-es de hecho un caminar en el seno de la noche.
Pues el iniciado habrá perdido la luz para siempre,
aunque, por otra parte, podrá encontrarla el momento que
lo desee,
dispuesto como está a pagar el alto precio que se le exige.
Pues para el hombre que mora en la noche; para aquel que
se ha adentrado en la noche y conoce las profundidades de la noche,
el alcohol es la luz.
El que su cuerpo se vuelva transparente, y el que esta trans-
parencia le permita mirar el otro lado de la noche,
es obra exclusiva del alcohol.
7.
El que todavía siga habiendo eso que yo llamo la noche, y
el que todavía uno pueda mirarla cuando le da la gana,
es un verdadero milagro
-es algo que yo francamente no alcanzo a explicarme.
Dado el estado del mundo, uno no tendría que verse obligado a
trepar a la punta del cerro a ver si encuentra la noche.
Sencillamente, resulta sorprendente que hasta el momento la
noche no haya sido eliminada de la faz del planeta;
liquidada y abolida para siempre en aras del progreso de la
humanidad y para mayor gloria de la tecnología;
en procura de soluciones radicales para extirpar el mito y la
fantasía,
asi como también para que la gente trabaje más y no duerma
tanto.
Capaz que en una de esas la inyecten a la noche unas cápsu-
las de láser y le endosen quién sabe qué artefactos de cobalto, para
que cumpla una función verdaderamente útil.
Y te diré que no está lejano el día.
La noche pasará a la historia, y será como la historia del Arca
de Noé y de la Torre de Babel,
siempre que la tarea no les resulte demasiado difícil y quizá
imposible aun a los propios tecnólogos.
A quién irías a quejarte, si un día de esos amaneces y te noti-
fican que ya nunca más habrá noche?
Ante tan tristes perspectivas, es cosa de vida o muerte adop-
tar extremas decisiones.
Lo primero será adentrarse en la espesura de la noche, para
siempre jamás.
Si destruyen la noche, ya no te importa;
el espacio de la noche que tú ocupas, seguirá siendo la no-
che; será tu noche, en un espacio indestructible.
Pues todo se destruye; absolutamente todo. Pero el espacio,
es indestructible.
8.
Cuando hablo de júbilo y de angustia, me refiero al aprendi-
zaje; y me refiero al conocimiento.
En realidad, me refiero al aprendizaje del conocimiento;
pues una cosa es cierta: no se puede conocer, sin antes haber
aprendido a conocer.
Y aprender a conocer no es cosa fácil: duele el cuerpo, duele
aquí y duele allá, y duele todo.
Un indefinible malestar se posesiona de ti, y tu cuerpo no es
ya el tuyo; es una cosa extraña y ajena.
Y es como una carga que te hubieran impuesto, y que tienes
que sobrellevar. Así tus ojos. Así tu lengua. Así tu cabeza. Así tú.
todo tú.
Una llamarada de terror y de congoja recorre incesantemente
tu cuerpo -y eso que tu cuerpo está lejos, muy lejos.
¿Por qué no puedes moverte?
Se diría que ya no es tu cuerpo. Se diría un túmulo allá en el
camino, sin sol, sin aire y sin agua.
Hay que aprender a comprender lo incomprensible: nadie pue-
de explicártelo.
Tienes que aprender tu cuerpo. Y tu cuerpo a su vez, tiene
que aprender.
Poco a poco, a lo largo de interminables días y noches, co-
mienzas a aprender.
De hecho, surge una cuestión, absolutamente importante:
tienes que tener humor, y tienes que tener aplomo.
Pues deberás mirar de reojo- nunca de frente. No podrías.
El que hubieras estado toda tu vida en contigüidad con la
muerte no te sirve de nada,
y sólo te infunde una falsa seguridad y te pierde,
en momentos de supremo terror, que son momentos decisi-
vos en el aprendizaje,
cuando mira de cerca la muerte y cuando de pronto la iden-
tifícas físicamente y ves la clase de persona que es,
en momentos en que precisamente no existe defensa ninguna,
como no sea el humor y el aplomo.
Pues la muerte es de carne y hueso,
y conviene recordar que, ello no obstante, nada le impide ocul-
tarse a tus ojos, y asumir formas engañosas y diversas,
mientras juega el simple juego de la muerte, que principia en
ti y que termina en mí.
***
Qué es ese peso de angustia, de caída y de perdición que te
oprime?
Por qué el mundo y las cosas del mundo te causan una pe-
na tan honda?
Por qué te resistes a llorar, cuando te acometen infinitas an-
sias de llorar?
Alguien hurga en tus entrañas.
Alguien respira con aliento lejano -alguien a tu lado.
Mira de reojo. Allá está, vigilante. Muy cerca de ti, con un
soplo.
Es algo extremadamente misterioso. Es una persona, yo sé.
Pero no. No es una persona.
Mira de reojo, con cierto disimulo: ella, la persona.
Y te conoce: no eres tú.
Es una silla, es una mesa, una frazada.
Y es una ventana, es un aire, una pared, un moscardón, que
vuela en noviembre.
Y es una cosa como yo mismo, o como tú, que quizá muere,
al igual que yo.
¿Qué será?
Yo no sé, pero la conozco.
I
EL GUARDIÁN
1.
La montaña con resplandores oscuros en un claro de la noche
con un vestigio de tormenta en algún ligar del tumbado
recordando el dibujo de una taza sin asa más allá del rincón
ennegrecido por el humo
con una lata abollada que refleja la manera de mirar y que
fatiga y quema los ojos.
La oscuridad interminable en el zócalo que recorre las cuatro
paredes de mi cuarto
un poco más arriba del estuco un poco más abajo del empa-
pelado
una raya una señal un amago de luz
una visión que no tiene nada de bueno me asusta y se me
erizan los pelos.
Es un hombre encorvado y con ojos relucientes
en el aire espeso y al mismo tiempo translúcido se frota las
manos y me mira con pena
es un hombre alto y usa cuello almidonado y corbata de fan-
tasía
se saca los zapatos seguramente para no hacer ruido primero
el diestro y luego el siniestro
yo lo veo acercarse al lecho en que yazgo pero soy incapaz
de escuchar lo que me dice
solamente veo sus labios moverse y moverse pronunciando
palabras y palabras que empero no me llegan
me oprime la frente con huesuda y fuerte mano
me da un rodillazo en la barriga y un cabezazo en pleno pe-
cho
me hurga los párpados con ágiles dedos y con afiladas uñas
me rasca la barba y me hace cosquillas
ahora se pone imponente máscara para escuchar mi corazón
muy pronto retrocede un paso y frotándose las manos se des-
vanece entre las sombras
pero olvida sus zapatos los cuales para eterna memoria se
quedan en mi cuarto.
2.
Se presenta ahora un pariente lejano, a quién sólo reconozco
porque tiene bigote y porque se peina con raya en el centro.
A juzgar por las repetidas venias que hace en una y otra di-
rección, hay mucha gente en el recinto, aunque yo no la veo.
Y como quiera que a mí no me hace ninguna venia, ni me
saluda, ni me dice nada,
no tengo más remedio que creer que ya no existo.
De repente agarra y se acerca a mi cabecera, y de buenas a pri-
meras, me da una bofetada.
Claro que es médico: y en tal virtud, no le faltan razones
para abofetearme.
Luego agarra y se pone un mandil blanco, y con gesto des-
deñoso, me serrucha sin asco.
Y no contento con eso, saca un puñal y me desgarra las car-
nes, y me tasajea a su regalado gusto:
y después de arrancarme una masa palpitante, picante y vi-
brante, que parece ser mi estomago,
hunde tamaño cuchillo en mis verjas, y por poco no me cor-
ta las huevas.
Y con esto, hace repetidas venias, y se aleja.
3.
Quién es ése, con cuello de toro y melena de león?
Aparece en este instante ante la puerta, cual guardián del um-
bral, y no deja pasar a nadie.
Hay sol, hay agua, hay respiración en los aires,
y también hay gente.
Un murmullo de seres que vuelan y vuelan y vuelan se
percibe en la atmósfera.
Y ese murmullo, que de pronto resuena en todos los ám-
bitos, y que se torna ya en estruendo,
es sin embargo un silencio más hondo que el propio silencio.
Hay dos mundos, hay dos vidas, hay dos muertes
-eso que llaman lo uno y absoluto, no existe.
Hay dos caras, dos filos, dos abismos.
El guardián se fatiga.
Ya no puede más con el sol, y lanza miradas amenazadoras
a la gente que pugna por entrar a verme.
El Facundo, un buen carpintero, le presta un sombrero de pa-
ja. La señora Anselma le ofrece un vaso de agua.
Un señor, de recia carita, le da un cigarrillo, y murmura algo
en su oído.
El guardián entrecierra los ojos como un soñador: cruza los
brazos sobre el pecho, con aire imponente:
y de rato en rato, saca un reloj de su bolsillo y consulta la
hora,
y luego mira el cielo.
Más en una de esas, lanza un grito de espanto, y se queda
como petrificado.
Pues habiendo aparecido en estos precisos momentos una
mariposa nocturna,
tan negra como la noche,
en pleno día y bajo un sol radiante,
con una orla de color morado en las enormes alas, batiendo
éstas con extraña lentitud,
describe un círculo, y desciende poco a poco:
y de pronto se posa en la frente del aterrado guardián,
y allí se queda, para eterna memoria:
como estampada en una tela, o como labrada a fuego en el
yelmo de legendario caballero.
4.
Este pobre cuerpo, abandonado:
este pobre cuerpo, ido y botado, y bastante olvidado, con una
presencia que sólo se deja presentir por la pesantez,
y con patas como palos como palos aquí, y con brazos ardientes y para-
lizados allá
-ahora no existen ya esos olores extraños y desconocidos, y
aun inventados, que te llevaban a los mundos que precisamente
quería habitar.
Ahora los olores no son ya sino olores, en toda su verdad,
y sólo pertenecen a tu cuerpo y corresponden a tu condición
humana.
Acaso pretendías oler rosas o a madreselvas, o a ramas de
pino,
para que ahora te horrorices y aun te sientas ofendido, ante
los olores que expiden tus propias excreciones?
El olor, por otra parte, es un verdadero misterio:
y no estará de más recordar que tanto el nacimiento como la
muerte, ocurren bajo el signo de peculiares cuanto atroces olores.
5.
Cómo aprender a morir?
-ha de ser una cosa en extremo difícil.
Seguramente requiere mucha humildad y mucho gobierno.
Toda una vida de trabajo y de meditación.
Y si uno se pregunta para qué aprender a morir,
la respuesta surge de por sí:
aprender a morir es aprender a vivir.
Y aprender a vivir es, en definitiva, aprender a conocer;
pues no deberá olvidarse que, para conocer, primero habrá
que aprender a conocer.
En las noches, a lo largo de los anos, uno se queda horas y
horas, pensando muchas cosas.
Pero en realidad, uno no se queda pensando muchas cosas;
la verdad es que uno se queda, y nada más.
Completamente inmóvil, mirando el vacío. Y -por qué no
decirlo?- uno se pone triste, miserablemente triste.
Y lo que más tristeza causa, es uno mismo -el estar ahí.
Sin saber que hacer. Sin saber nada de nada.
Y de repente ocurre un milagro:
el rato menos pensado, empieza a llover, y un relámpago te
deslumbra -un sentimiento de invulnerabilidad te envuelve,
con la lluvia.
Y si te dan ganas de escribir algún poema evocador, segura-
mente no lo escribes;
Prefieres escuchar la lluvia.
Pues una voz interior te revela que aquell poema evocador se
encuentra en tu bolsillo.
Y ésta es cosa que no te causa el menor asombro, acostum-
brado como estás a los prodigios:
en efecto, el poema se halla en tu bolsillo: y lo sacas, y lo mi-
ras, y lo lees.
Y de pronto te preguntas quién habrá sido su autor,
como si no supieras que aún no ha nacido.
6.
A lo largo de los años, tus cosas y tus muebles se envejecen,
y se desgastan insensiblemente.
Muchos objetos desaparecen o se rompen, mientras que otros
corren una suerte misteriosa, cual si fueran seres humanos.
Un tintero de cristal de roca, que yo veneraba, fue a parar a
la policía, en circunstancias extrañas y absurdas;
una pistola automática se quedo empeñada por largo tiempo
en una chingana, y habiendo sido redimida por el Forito Cisneros,
éste la utilizó para suicidarse.
Por causa de un lente de diez centímetros de diámetro, que en
mala hora presté a un profesor, se cometieron varios hechos de san-
gre.
Unos aparatos de alta diatermia, que producían oscuros res-
plandores de color violeta, y que estaban empeñados en una botica,
fueron recuperados con mi autorización por un conocido mío,
quién comenzó a manipular dichos aparatos en forma tan impru-
dente, que cayó fulminado. Actualmente se hallan empeñados en
una sastrería, y no pienso recogerlos.
Las Obras Completas de Nietzsche, en doce tomos salieron
de mi cuarto una noche, para no volver jamás. Pues las empeña-
mos a las volandas a un chofer que manejaba un taxi, y, con el
entusiasmo, nos olvidamos preguntarle su nombre y anotar el nú-
mero del auto.
Idéntica cosa ocurrió con una máquina de escribir portátil,
que era la niña de mis ojos.
Referir el destino de mis cosas sería de nunca acabar.
Lo que me apena es el destino que han corrido, y lo que asi-
mismo me acongoja es el destino que correrán todas aquellas que
todavía me acompañan.
Me causa alarma el ver cómo se borran los dibujos tallados en
las sillas.
El estado calamitoso de una butaca que, por otra parte, ha de
tener ya sus buenos cien años.
Me duele el aspecto que ofrece mi mesa de escribir, totalmen-
te cacarañada y deteriorada, aunque sumamente respetable y for-
nida.
Un velador más antiguo que mi alma, y que perteneció a mi
abuela, ya sin color, tremendamente noble, soportando todos los
embates, los golpes, las patadas y las borracheras.
Sin embargo la mesa, hecha en Viena, pequeña y con tapa,
de mi madre, está en buen estado, aunque con algunos rasguños.
El estante alto y vertical, de palo de rosa, con una puerta y
con pirograbados, que me regaló mi tía Esther, está en su lugar;
y si algo me fascina, es el desgaste que ha sufrido.
Por lo demás, hay un mundo de cosas.
Una mesa de ruedas, con dos divisiones, desvencijada; un ro-
pero de nogal, en ruinas; otros muebles, con mucha historia, con
mucho misterio, y con una vejez qué asusta.
Cuánto valdrán estos muebles? -me pregunto yo.
Pues en realidad, no valen nada; y, en el mejor de los casos,
capaz que su valor total no alcance para una ranga-ranga.
Son tristes trastos vejestorios, muebles pasados de moda
-y por idéntica razón, forman parte inseparable de tu vida,
y te da pena dejarlos.
7.
¿Cuánto dura la noche?
En realidad nadie sabe, aunque le haya sido asignada una du-
ración de doce horas, por razones de orden puramente práctico.
Lo cierto es que la noche dura en el espacio, mientras que el
día sólo dura en el tiempo.
Así se explica el que a toda hora del día, uno encuentre re-
giones en que la noche mora.
Tales regiones se identifican con el musgo, con el metal, y con
el viento;
con un silencio comunicativo, que surge de las piedras, y que
se suspende en el vacío.
Tales regiones suelen encontrarse asimismo en algunos ros-
tros, que se nos aparecen fugitivamente por las calles y que nos
transmiten un mensaje.
Las regiones en que mora la noche, en pleno día se encuen-
tran aquí, en este papel,
y también allá, en el otro papel.
Y se encuentran en muchos lugares, en muchas personas, en
muchos animales, y en muchos objetos.
A la primera mirada, y aun por el tacto y por el olor, uno
puede reconocer estas regiones.
En un talismán de estaño, por muchos años olvidado en al-
guna gavera;
en un sobre de color oscuro, con una inscripción que no se
lee ya,
encontrarás una región que habita la noche;
en esas piedras del camino que parecen esperarte, y parecen
mirarte.
En alguna llave, inservible ya, y venida a menos, que se es-
conde en tu bolsillo;
en esa cicatriz, que ha aparecido sin saberse cómo, en tu ma-
no izquierda
-en alguna concavidad de tu calavera, que muchas veces te
escuece sin saberse por qué,
encontrarás una región que habita la noche.
Y la encontrarás en ese rayo de luz, que se filtra por la ven-
tana,
y que alumbra el vuelo del moscardón.
III
INTERMEDIO
Sucedió una noche de noviembre.
Angustiosamente y con ojos extraviados me debatía en me-
dio del tormento de cuatro días sin sueño,
cuando de pronto se escucharon atroces alaridos y voces y la-
mentos que llegaban a mis oídos desde lo hondo de un pozo fatí-
dico,
y que dejaban adivinar horrores sin cuento,
por lo que me invadió el terror y me quedé mudo de espanto,
contemplando silenciosamente inmóviles aguas con una ne-
grura reluciente,
que reflejaban formas fosforescentes de personajes deprava-
dos, de multitudes ensangrentadas, de ciudades asoladas, y de seres
enloquecidos.
***
No había una estrella.
No había un planeta.
No había firmamento -el cielo estaba en tinieblas.
Sin embargo, hacia el norte, una nube reflejaba el resplandor
de la ciudad,
y rompía el espeso manto de sombras.
Y extrañamente, en la esquina del Hospital General, en Mira-
flores, reinaba una oscuridad total y absoluta;
y en ésta una oscuridad ultraterrena, una oscuridad nunca
vista.
Y la gente se reunía en las proximidades, guardando una
prudente distancia;
y todos dirigían recelosas y asustadas miradas hacia el tene-
broso ámbito
-y a ese paso, cundía el pánico.
El caso es que para terror de los habitantes, el grave prodigio
persistió por el espacio de largos días;
y tan sólo al cabo de una semana se hizo la luz.
Poco después del misterioso suceso – que en adelante se lla-
maría la maldición de la esquina-
pavorosos al par que inenarrables desastres se abatieron so-
bre la población.
Nadie en el mundo podía explicar los acontecimientos que a
diario ocurrían;
y era cada vez más difícil controlar a las turbamultas enlo-
quecidas, que se lanzaban a las calles y que provocaban el caos.
En pleno día, el sol se oscurecía, y la ciudad se anegaba en un
mar de tinieblas.
Estruendos sobrenaturales atronaban en el seno d la tierra,
y muy pronto sobrevenía un silencio de muerte.
Mucha gente, que enloquecía por causa del terror a lo desco-
nocido, se ahorcaba.
Hombres y mujeres, niños y ancianos, incendiaban las casas
para procurarse luz,
y saltaban a las llamas y se quemaban vivos.
Al cabo el sol brillaba ya con inusitado resplandor, y con
esto, el pánico y la locura subían de punto.
Y así, dada día.
Ora una luz encubridora, ora una oscuridad aterradora, al
decir de un poeta que cantaba la catástrofe.
O el calor resultaba infernal y mortal, o el frío alcanzaba el
grado sesenta bajo cero,
con lo que miles de personas y animales aparecían como es-
tatuas de carne y hueso decorando las calles.
Así las cosas de un tiempo a esta parte, unos negros, mons-
truosos y gigantescos, y con aire amenazador y brutal,
y con campanillas en las orejas, y con manos blancas como
la nieve,
habían aparecido en las calles;
y ya de entrada, habían provocado un terror que sobrepasa-
ba el paroxismo.
El hecho es que estos negros transitaban sin mirar a nadie,
muy ensoberbecidos y prepotentes,
en extraños vehículos con esferas en lugar de ruedas, que se
deslizaban a gran velocidad,
y que emitían vibraciones maléficas y de alta energía.
Y cuando se hacían las tinieblas, estos vehículos arrojaban
resplandores que paralizaban,
y luego producían un rugido que embrutecía y que eloque-
cía, y que causaba la muerte.
Por otra parte, estos negros contaban con verdaderos batallo-
nes de esclavos;
y estos esclavos, armados de lanzas y látigos, se desbordaban
en todo lo largo y lo ancho de la ciudad,
conduciendo feroces jaurías de mastines,
para arremeter contra indefensas y compactas multitudes, y
sembrar el terror y la muerte.
Los negros, con suntuosas vestiduras de raro material, y con
ojos que relampagueaban en la oscuridad,
vivían en el mejor de los mundos.
Ocupaban espaciosos palacios de piedra, construidos por los
indios, a quienes sometían a sistemáticos tormentos;
celebraban bestiales rituales mensuales, para convocar al Ne-
gro Cabruja, y con tal motivo, hacían correr torrentes de sangre;
se daban sabatinos banquetes de carne humana, en una mesa
con capacidad para mil negros;
y se abastecían de fabulosos nepentes y manjares, por medio
de aviones que, a su paso, lanzaban rayos y truenos sobre la po-
blación.
Y así los negros, como quién nada hace, cometían toda cla-
se de atrocidades.
Por lo demás, existían famosos al par que despiadados tec-
nólogos entre los negros;
y su único oficio era destruir y matar.
Muchas veces practicaban redadas de niños y de jóvenes vi-
gorosos y sanos;
y los acorralaban en inmensos galpones de la aduana, con ob-
jeto de incrementar las reservas de carne.
La verdad es que estos negros no eran negros; y ya de hecho,
no pertenecían a la raza humana.
Y como no podría ser de otra manera, profesaban la tecnolo-
gía por toda religión,
y disponían de una asombrosa diversidad de androides, para
programar infinitos y monstruosos desvaríos.
Entre broma y broma, planificaban el confinamiento de la
población a túneles que se hundirían en lo profundo de la tierra,
y que serían construidos por los propios pobladores;
intentaron repetidas veces la voladura de los cerros circunven-
cinos, con explosivos atómicos que, por fortuna, no se activaron;
tenían decidido bombardear ciudades, pueblos y caseríos, pa-
ra probar el poder destructor de ciertos cohetes nucleares;
y con experimentos demenciales y criminales, por poco no
liquidan la flora y la fauna en vastas regiones del Kollao.
Largo sería enumerar los horrores que se dejaban presentir
aquella noche de noviembre,
y que se manifestaban bajo la forma de lamentos angustiosos
y de gritos desgarradores que surgían de lo hondo del fatídico pozo,
mientras que inmóviles aguas con una negrura reluciente re-
flejaban formas siempre fosforescentes.
Lo cierto es que tan horrendas visiones se disiparon poco a
poco, y terminaron por desvanecerse como el humo a lo lejos.
IV
LA NOCHE
1.
Extrañamente, la noche en la ciudad, la noche doméstica, la
noche oscura;
la noche que se cierne sobre el mundo; la noche que se duer-
me, y que se sueña, y que muere; la noche que se mira,
no tiene nada que ver con la noche.
Pues la noche sólo se da en la realidad verdadera, y no todos
la perciben.
Es un relámpago providencial que te sacude, y que, en el ins-
tante preciso, te señala un espacio en el mundo;
un espacio, uno solo;
para habitar, para estar, para morir -y tal el espacio de tu
cuerpo.
2.
Pues existe un mandato, que tú deberás cumplir,
en homenaje a la realidad de la noche, que es la tuya propia;
aun a costa de renunciamientos imposibles, y de interminables
tormentos,
deberás decir adiós, y recogerte al espacio de tu cuerpo.
Y deberás hacerlo, sin importar el escarnio y la condena de
un mundo amable y sensato.
Es de advertir que miles y miles de mortales se recogen tran-
quilamente al espacio de sus respectivos cuerpos,
día tras día y quieras que no, al toque de rutilantes trompe-
tas, y en medio de lágrimas y lamentos;
pues en realidad, recogerse al espacio del cuerpo es morir.
Pero aquí no se trata de morir.
Aquí se trata de cumplir el mandato, y por idéntica razón,
habrá que vivir.
Y tan es así, que no se podrá cumplir el mandato, sino a con-
dición de recogerse al espacio del cuerpo, con el deliberado propó-
sito de vivir.
Lo cierto es que aquel que acomete tan alta aventura, no ha
ce otra cosa que ocultarse de la muerte,
para vislumbrar así la manera de ser de la muerte.
3.
El espacio que tu cuerpo ocupa en el mundo, es igual al es-
pacio del cuerpo en el que uno se ha recogido;
y si esto es así, nadie tiene por qué molestarte, ni importu-
narte;
en el espacio de tu cuerpo, del que tú eres el soberano absoluto,
puedes pararte de cabeza y hacer y deshacer, y transitar tran-
quilamente,
libre ya de un mundo de pesadilla, poblado de espectros y de
esqueletos que pululaban y te quitaban la vida.
En todo caso, tu morada, tu ciudad, tu noche y tu mundo,
se reducen a tu cuerpo;
y quien lo habita no eres tú, sino el cuerpo de tu cuerpo.
Pues el cuerpo que te habita, en realidad, eres tú;
sólo que tu cuerpo deja de ser tú,
y pasa a ser él.
Imagínate, el cuerpo que eres tú, habitando el cuerpo que
es él,
y que no por eso deja de ser tú.
De ahí el habitante, o sea, el cuerpo de tu cuerpo; y de ahí,
asimismo, el habitado, o sea, tu cuerpo.
Y qué decir de la honda soledad, habitando el espacio de
tu cuerpo?
Hay un echar de menos la soledad, cuando hay alguien a tu
lado;
pero, cuando no hay un alma, es la propia soledad quien te
echa de menos
-y es como si tú no estuvieras, o como si te hubieras ido,
en busca de alguien a quien echar de menos.
La soledad en el espacio de tu cuerpo, ha de ser, pues, una
soledad muy larga, muy alta, y muy álgida
-como esa soledad que uno imaginaba de niño,
con un retrato desaparecido y una rueda inmóvil, en el cuar-
to oscuro.
4.
¿Qué es la noche? -uno se pregunta hoy y siempre.
La noche, una revelación no revelada.
Acaso un muerto poderoso y tenaz,
quizá un cuerpo perdido en la propia noche.
En realidad, una hondura, un espacio inimaginable.
Una entidad tenebrosa y sutil, tal vez parecida al cuerpo que
te habita,
y que sin duda oculta muchas claves de la noche.
Cuando pienso en el misterio de la noche, imagino el miste-
rio de tu cuerpo,
que es sólo una manera de ser de la noche;
yo sé de verdad que el cuerpo que te habita no es sino la os-
curidad de tu cuerpo;
y tal oscuridad se difunde bajo el signo de la noche.
En las infinitas concavidades de tu cuerpo, existen infinitos
reinos de oscuridad;
y esto es algo que llama a la meditación.
Este cuerpo, cerrado, secreto y prohibido; este cuerpo, ajeno
y temible,
y jamás adivinado, ni presentido.
Y es como un resplandor, o como una sombra;
sólo se deja sentir desde lejos, en lo recóndito, y con una so-
ledad excesiva, que no te pertenece a tí.
Y sólo se deja sentir con un pálpito, con una temperatura,
y con un dolor que no te pertenecen a tí.
Si algo me sobrecoge, es la imagen que me imagina, en la dis-
tancia;
se escucha una respiración en mis adentros. El cuerpo respira
en mis adentros.
La oscuridad me preocupa -la noche del cuerpo me preocupa.
El cuerpo de la noche y la muerte del cuerpo son cosas que
me preocupan.
*
Y yo me pregunto;
¿Qué es tu cuerpo? Yo no sé si te has preguntado alguna vez
qué es tu cuerpo.
Es un trance grave y difícil.
Yo me he acercado una vez a mi cuerpo;
y habiendo comprendido que jamás lo había visto, aunque lo
llevaba a cuestas,
le he preguntado quién era;
y una voz, en el silencio, me ha dicho:
Yo soy el cuerpo que te habita, y estoy aquí, en
las oscuridades, y te duelo, y te vivo, y te muero.
Pero no soy tu cuerpo. Yo soy la noche.