Caty R
En estos momentos prácticamente nadie duda
de la necesidad de una transición ecológica. A modo de ejemplo, el CIS de abril
de 2022 nos señalaba que al 81,1% de la población española le preocupaba mucho
el cambio climático. El negacionismo en materia medioambiental, aunque
existente, parece estar en franca retirada frente a la apabullante evidencia de
los efectos negativos que tiene nuestra forma de vivir sobre la
naturaleza.
Existen, eso sí, discrepancias políticas
sobre cómo y con qué intensidad hay que abordar las actuaciones en materia
medioambiental, en especial en materia energética. La razón es bien sencilla:
se es muy consciente de las consecuencias que pueden tener estas medidas sobre
el crecimiento económico y por lo tanto sobre el nivel de empleo, y también
sobre la distribución del ingreso. La escalada de precios que estamos viviendo,
cuyo origen viene determinado, entre otros, por los precios de la energía, de
materias primas y los problemas en las cadenas de suministros, están acarreando
un proceso de pauperización de la mayor parte de la población, especialmente de
los y las trabajadoras, mientras aumentan sin control los márgenes
empresariales. La respuesta de las autoridades monetarias, en cambio, ha sido
un aumento de los tipos de interés que generará más desempleo y mayor
desigualdad social. Puede ser un buen ejemplo de lo que puede ocurrir en estos
procesos de transición ecológica si se continúa bajo las recetas de la
ortodoxia económica.
Todo indicaría que se está pasando del
“negacionismo” inconsistente, a un cierto “retardismo” posibilista
Grosso
modo, para las opciones políticas que se
sitúan en el entorno de la derecha más o menos extrema, la transición debe
atemperarse al ritmo que marque el mercado. Todo indicaría que se está pasando
del “negacionismo” inconsistente, a un cierto “retardismo” posibilista. Desde
esta perspectiva ideológica el objetivo de sus políticas sigue siendo el mismo:
crear las bases macroeconómicas que establece el pensamiento económico
neoclásico para mantener el crecimiento del PIB y la acumulación de capital. Se
deja al “libre” mercado la tarea de atemperar tanto los ritmos posibles de la
transición ecológica (la sostenibilidad no puede poner en peligro la
eficiencia) como la tarea redistributiva (la equidad que no puede poner en
peligro la eficiencia). Más mercado y menos regulación e intervención pública,
excepto para asegurar, sea al precio que sea, la propiedad privada, la dinámica
que marquen los mercados y con ello el statu quo existente
en materia distributiva.
Esto significa políticas de aumento de
tipos de interés para frenar la inflación, el control del gasto público en un
marco de reducción de impuestos y la desregulación del mercado laboral: peores
condiciones de trabajo, más desigualdad y pobreza y, por supuesto, dinamizar la
concentración de riqueza. Un camino que algunos han advertido de que puede ser
la antesala del llamado “ecofascismo”. Y todo ello, eso sí, aderezado con una
fe ciega en la acumulación de conocimiento científico-técnico, la “ciencia
proveerá”, que se convierte en el garante de que pase lo que pase, algo
inventaremos.
Para aquellas opciones que se encuentran
en el entorno del social-liberalismo (donde se situaría la socialdemocracia
actual, la democracia cristiana, e incluso otras opciones más progresistas), la
transición hacia una economía sostenible debe ser dinamizada, empujada, por los
poderes públicos. Es una tarea urgente y el mercado, aunque esencial, no basta
para tal empresa. Los efectos negativos más que previsibles de la transición
ecológica en el ámbito sociolaboral quedan circunscritos a las políticas que se
enmarcan en la llamada “transición justa”: nadie debe quedarse atrás. Eso sí,
no se define de forma muy concreta en términos de acción política qué abarca el
término “justa” y lo que conlleva quedarse o no atrás. Más bien al contrario,
esta indefinición da paso en la práctica a la asunción por parte de los poderes
públicos de cierto crecimiento asumible en los niveles de desempleo, de
desigualdad social y de pobreza. Esta opción, al contrario de la anterior, no
ve contradicciones insalvables entre sostenibilidad, eficiencia y equidad. Y si
las ve, las relativiza.
Recordemos que esta perspectiva no solo no
ve incoherencias en el binomio clásico eficiencia-equidad, sino que incluso
considera que la equidad es la base para un crecimiento económico inclusivo.
Esto solo se ha dado a nivel de Estados-nación en momentos históricos muy
concretos. Los datos generales, globales, hablan, sin embargo, del aumento de
la pobreza relativa, las desigualdades sociales y la extensión de los llamados
“trabajadores y trabajadoras pobres” o de la “esclavitud moderna”. La
perspectiva nacional, como señala Amartya Sen, no es un buen indicador de
justicia social en un mundo globalizado. Eso sí, al igual que las opciones
conservadoras, también esta opción tiene plena confianza en que el binomio
ciencia-tecnología dinamizará este cambio y el soñado equilibrio entre eficiencia-equidad-sostenibilidad.
Se mantiene por lo tanto la sentencia: “la ciencia proveerá”.
Pero si algo parece evidente es que el éxito
o fracaso sociopolítico de esta transición, más o menos intensa, liberal o
planificada, hacia el oxímoron “crecimiento justo y sostenible”, dependerá de
que esta mantenga el crecimiento del PIB y con él, el dinámico “goteo hacia
abajo” que legitima socialmente a la economía de mercado. Aquello de que la
tarta siga creciendo para después repartirla, sin anticipar, eso sí, el cómo se
reparte.
El aumento en la producción de bienes y
servicios, matizado por la evolución de la productividad, continúa por lo tanto
siendo el objeto prioritario; y el volumen de empleo y la (re)distribución de
la renta, un objetivo secundario. De final de tubería. La participación de las
rentas salariales en el reparto de la renta seguirá dependiendo de cuestiones
(p)redistributivas: el mayor o menor poder de negociación de los y las
trabajadoras (salario directo) y el desarrollo o no del papel del Estado en la
economía, tanto desde la óptica del ingreso como del gasto públicos (salario
indirecto y diferido).
Pero la evolución de las variables que
visibilizan el estado de la equidad a nivel global no dan, como hemos señalado,
síntomas de buena salud: los sindicatos pierden poder de negociación –el alto
nivel de desempleo, el aumento de la precariedad laboral, los procesos de subcontratación,
la mercantilización e individualización del trabajo… son las principales armas
que se utilizan para debilitar el movimiento sindical por parte del poder
económico–, lo que conlleva un aumento de la capacidad de extracción de
plusvalía por parte de las y los empresarios –la pérdida de participación de
las rentas salariales en la renta nacional a lo largo del último medio siglo en
los países occidentales así lo atestigua–; se continúa la disminución de
impuestos a las rentas más altas –menor equidad fiscal tanto en términos
verticales, progresividad, como horizontales, fuentes de renta–; y se deteriora
por diversas vías (privatización, limitación) el gasto social. El Estado del
Bienestar, en aquellos países donde tal cosa existía, se está convirtiendo en
un Estado de caridad para las personas pobres, en un pobre Estado del
bienestar. Parece que no va muy mal desencaminado Warren Buffet cuando señala
que su clase social está ganando la guerra de clases.
El aumento de la eficiencia que necesita el capitalista
para sobrevivir conlleva un continuo deterioro medioambiental y un aumento de
la precariedad laboral
Siempre podemos encontrar alguna excepción
que confirme la regla, sobre todo desde el pragmatismo político. Pero esta
siempre es accidental y frágil. O al menos da esa sensación. Creo que no sería
una necedad resaltar, con los datos que conocemos, que la equidad pierde por
goleada contra la eficiencia. En las últimas décadas el “goteo hacia abajo” no
solo se ha interrumpido en las reiteradas crisis de acumulación del capital
(donde el objetivo político es recuperar la tasa de beneficios a cambio de
mayor explotación laboral), sino que también lo está haciendo, y cada vez de
forma más intensa, en las etapas de expansión. Estamos viviendo cada vez con
mayor claridad un permanente “goteo hacia arriba” tanto en términos nacionales
como, sobre todo, a escala global.
Del mismo modo, los datos respecto al
estado de salud del medio ambiente son, si cabe, menos esperanzadores. La
emisión de gases de efecto invernadero (cambio climático), la extinción de
especies (sexta extinción), el deterioro de suelos fértiles o de los océanos y
mares, la contaminación de acuíferos, la creciente deforestación a nivel
planetario, o la propia “escasez” de materias primas (tanto energéticas como
minerales), nos señala no solo el fracaso clamoroso de las Cumbres del Clima o
de las políticas de “desarrollo sostenible” que la mayor parte de países
occidentales han puesto en marcha en las últimas décadas, sino, sobre todo, los
evidentes límites físicos, biológicos y energéticos que tiene el crecimiento
económico. La relación entre sostenibilidad y eficiencia no funciona, nunca ha
funcionado.
El problema principal es, por lo tanto,
que el aumento de la eficiencia económica (mayor volumen de producción y
servicios en relación al consumo de recursos) que necesita el sistema capitalista
para sobrevivir conlleva un continuo deterioro medioambiental (la naturaleza
como fuente de recursos y sumidero de residuos) y un aumento de la precariedad
laboral, de la vulnerabilidad e inseguridad laboral en la que vive la clase
trabajadora y que es fuente de desigualdades y pobreza. La insostenibilidad y
la inequidad parecen estar íntimamente relacionadas.
El aumento de la eficiencia económica conlleva un
continuo deterioro medioambiental y un aumento de la precariedad laboral
La fuerza de trabajo que necesita el
sistema socioeconómico (tanto el visibilizado trabajo productivo como el
invisibilizado trabajo reproductivo) no deja de ser una energía más, junto con
otras fuentes de energía y materiales. Su demanda, como la del resto de
recursos, es una demanda derivada que depende, por lo tanto, del volumen de
producción de bienes y servicios. Hasta aquí no hay mucha diferencia entre
extraer un barril de Brent o el trabajo efectivo de una persona. Eso sí, a
diferencia de otros recursos productivos, el proceso de extracción de trabajo
efectivo tiene una peculiaridad: los y las trabajadoras tienen voluntad. Su
extracción por lo tanto conlleva conflicto, tensión social. De ahí que uno de
los objetivos básicos del sistema socioeconómico haya sido, y es, entrenar
cuerpos sanos y, sobre todo, disciplinar la mente humana para obtener el mayor
rendimiento posible. Hoy, como señala Byung-Chul Han, una parte nada desdeñable
de trabajadores y trabajadoras ya no necesitan medidas disciplinarias externas:
se autoexplotan “felizmente” en un entorno de falsa creencia de libertad y
autenticidad. Pero este éxito en la domesticación no solo implica a las
personas como mano de obra, como ganado laboral,
sino también como ganado
consumidor: personas que, como señalaba Bauman,
están deseosas de consumir. Y en esto consiste el American way of life que se ha impuesto como forma de vida en el
planeta: trabajar para obtener el ingreso suficiente para consumir bienes y
servicios, para consumir energía, materia y fuerza de trabajo. Para consumir,
desechar y volver a consumir.
El sistema, y este es su gran éxito,
produce un ejército de homo
oeconomicus que rezuma por todos sus poros
individualismo, egoísmo y una idea de progreso y felicidad íntimamente ligada
al consumismo y la acumulación ilimitada de riqueza material. Este ejército de
mentes y cuerpos domados por la escuela, los medios de comunicación de masas o
la industria del entretenimiento, mantiene en estado de buena salud el binomio
producción-consumo. Un ejército de productores-consumidores que dan vida, a
través del voto en aquellas sociedades con democracias liberales, a aquellas
opciones políticas que aseguran el crecimiento económico y con él, el deterioro
medioambiental y una distribución de la riqueza que asegura la desigualdad
económica y social en base a la falacia de la igualdad de oportunidades y el
mecanismo meritocrático. No olvidemos, para aquellos que ven una contradicción
entre lo que necesitan y votan los y las trabajadoras, que si no se asegura una
extracción de materias primas y energía suficiente, y mayores facilidades para
la apropiación de plusvalía, el empleo productivo se resiente. Y con menor
nivel de empleo se endurece el acceso a ese goteo hacia abajo al que hacíamos referencia,
que nos permite acceder al venerado mercado de consumo global, fuente de
“libertad y felicidad” en este sistema socioeconómico. Sin este ganado laboral y consumidory
sin la posibilidad de extracción de recursos naturales, el sistema capitalista
colapsa.
La transición ecológica, y esta es la
grave deficiencia del planteamiento por parte de algunas personas, se presenta
únicamente desde la perspectiva de mantener la provisión de materiales y
energía para continuar el proceso de acumulación de capital. Si conseguimos
energía renovable y la circularidad del proceso económico, el problema se
acabó. El objetivo último no cambia: crecimiento de la producción y el consumo,
y con él, el nivel de empleo (de la calidad del mismo se habla menos). Pero las
energías renovables no aseguran los niveles de energía necesarios para
satisfacer los deseos productivos y de consumo tanto presentes como futuros.
Entre otras razones, por el déficit de materiales y la necesidad de energías
fósiles para su desarrollo. Y por desgracia los procesos productivos no se
cierran completamente por culpa de las malditas leyes de la termodinámica. Es
imposible.
Es esencial la reducción de la jornada de trabajo y
paralelamente la provisión individual o colectiva de bienes básicos por parte
de un reforzado sector público
Y todo ello conduce al más que previsible
fracaso de estas políticas más o menos posibilistas. Han fracasado en el pasado
y fracasarán en el futuro a pesar de su “buena voluntad”. El capitalismo nunca
será garante de mayores niveles de equidad social ni de sostenibilidad. Va
contra su esencia extractivista. El capitalismo no puede vivir sin explotar a las
personas (extracción de plusvalía), ni a la Naturaleza. Y esta obviedad se
intenta esconder tras posibilismos políticos imposibles, y tecno-optimismos
irreales. En resumen, cuando la eficiencia económica entra por la puerta, en la
economía de mercado globalizada, la equidad y la sostenibilidad saltan por la
ventana. Hay que elegir políticamente con qué te quedas. No queda otra.
Bajo mi punto de vista, la única opción
política viable en términos progresistas es la que pone como objetivo político
prioritario el binomio “equidad” y “sostenibilidad” y desecha al crecimiento
económico como fin en sí mismo. En todo caso este sería posible y deseable para
algunos consumos vitales que aseguren ciertos niveles de vida de la población
mundial. Creo que es evidente que se necesita una expansión de un sistema
sanitario universal o el acceso a agua potable a escala global por ejemplo.
Pero debe reconocerse como axioma de partida, inapelable, la existencia de
límites físicos, energéticos y biológicos al crecimiento económico y, a pesar
de la enorme epidemia de “autoexplotados”, límites también urgentes a la
explotación de las personas. Porque, además, si limitamos esta extracción de
plusvalía estamos poniendo coto a la propia insostenibilidad. Van de la mano.
A partir de aquí, las posibilidades de
acción política son menos “sexy” para el pragmatismo y posibilismo político (en
minúsculas), pero mucho más claras, restringidas y eficaces si se quiere hacer
POLÍTICA (en mayúsculas).
Habría menos riqueza material pero mejor repartida y
más sostenible. ¿Sería imposible políticamente?
A modo de ejemplo resaltamos algunos
puntos que debería incluir un programa centrado en la equidad y la
sostenibilidad: en primer lugar, la redistribución de la capacidad de consumo
existente bajo criterios de necesidades (capacidades) y sostenibilidad. Nadie
puede consumir por encima de lo que la Naturaleza puede soportar, “nadie puede
contaminar aunque pague”. En segundo lugar, la puesta en marcha de políticas
radicales de reparto del trabajo (y no solo del empleo). En este aspecto es
esencial la reducción de la jornada de trabajo y paralelamente la provisión individual
o colectiva de bienes básicos por parte de un reforzado sector público, en
especial: alimentación, vivienda, sanidad, energía, comunicación y educación.
Siempre bajo el paraguas de la sostenibilidad. Esta reducción de la jornada
debería realizarse desde la perspectiva redistributiva: recortar los abanicos
salariales (incluyendo el de los directivos, claro está). En tercer lugar, y
siguiendo esta idea distributiva, es necesario empezar a hablar del
establecimiento de límites a la riqueza. Esto supone, por ejemplo, la
recuperación de la progresividad y equidad fiscal y caminar hacia tipos
impositivos confiscatorios a partir de cierto nivel de ingresos y riqueza. Y en
cuarto lugar, limitaciones a la movilidad del capital, de mercancías y de las
personas. Hay que reventar el casino mundial, saltar la banca, y hay que poner
freno al poder económico de las transnacionales. Esto supone recuperar el papel
del Estado en la economía como garante de la equidad y sostenibilidad.
Estas medidas afectarían muy probablemente
al crecimiento económico de forma negativa y con ello a la extracción de
trabajo efectivo, energía y materiales. Habría menos riqueza material pero
mejor repartida y más sostenible. ¿Sería imposible políticamente? Realmente lo
que es imposible, populista y extremista es continuar en esa dependencia de la
senda que nos lleva a mayor deterioro medioambiental y sociolaboral. Como
señalaba Foucault, es tiempo de parresía, de
un compromiso con la verdad, aunque tenga a corto plazo un coste político elevado.
Es el momento de tener un “discurso valiente” que nos sitúe en la línea de
aquellas reformas necesarias que, como señalaba André Gorz, no sean solo
“reformistas” sino sobre todo, revolucionarias.
Vicente López Martínez es director de la Fundación 1º de Mayo.
Fuente: https://ctxt.es/es/20230101/Firmas/41813/vicente-lopez-transicion-ecologica-transicion-social-laboral-capitalismo-acumulacion-reparto.htm