Cuando nació en 1914 Hildegart Rodríguez, hija de Aurora Rodríguez Carballeira y de un padre anónimo que ejerció solo como colaborador necesario, llevaba seis años en marcha la Sociedad Eugenésica Británica, entonces presidida por Leonard Darwin, hijo de Charles, y más tarde y durante treinta años por Charles Galton Darwin, nieto del científico. Convencido de que esa práctica no era una opción, sino el camino, Leonard llegó a expresar que se convertiría no solo en el grial, un sustituto de la religión, sino en un “deber primordial” cuyos principios presumiblemente se hacen exigibles. Estas teorías se popularizaron, mucho más allá de Inglaterra, a lo largo de la primera mitad del siglo XX; sus ramas más moderadas se referían más bien a la higiene sexual y la posibilidad de la anticoncepción; las más radicales, a la opción de impedir la reproducción de quienes contaban con rasgos hereditarios mal considerados.
El rechazo absoluto de esas ideas por razones éticas llegó tras la II Guerra Mundial, una vez conocidos los crímenes nazis, pero hasta ese momento, sobre todo en los años diez y veinte y en los países escandinavos, Estados Unidos, Alemania y Reino Unido, ciertos grupos sociales veían en estos métodos una herramienta para controlar la evolución humana, fuese impidiendo nacimientos o velando por proporcionar a los individuos un determinado entorno que favoreciera su maduración en las circunstancias deseadas (entendiendo que la influencia, y no solo la herencia, desempeñaba un rol en su formación).
Para hacernos una idea, se mostraron favorables a la eugenesia, en ese contexto de exaltación del cuerpo y la velocidad que acompañó a la I Guerra Mundial, Virginia Woolf, Graham Bell, el economista Keynes, Bernard Shaw o el mismísimo Churchill y fueron varios los países que aprobaron leyes de esterilización.
Es en ese panorama en el que Rodríguez Carballeira, imbuida de estas teorías en relativa circulación también en España y, con seguridad, de un fanatismo cuyo origen no conocemos del todo (no tuvo formación formal, sí se alimentó de lecturas de la biblioteca familiar probablemente ligadas al socialismo utópico), decidió concebir y criar a una niña enteramente como experimento, como mujer del futuro, poliglota, talentosa en un sinfín de actividades, y con ideas muy avanzadas para la época, y puede que incluso para la nuestra, en lo que atañía a la educación sexual, el divorcio o el control de la natalidad (llamativamente Hildegart se opuso, eso sí, al voto femenino). De lo férreo y estrictamente controlado de su aprendizaje, y del origen materno de las creencias que manejaba, da cuenta que hubiera finalizado sus estudios de derecho a los diecisiete y que, entre sus ensayos, se encontraran títulos como El problema eugénico: puntos de vista de una mujer moderna, La revolución sexual, La limitación de la prole, Malthusismo y neomalthusismo o Cómo se curan y se evitan las enfermedades venéreas.
El desenlace de Hildegart, asesinada por Rodríguez Carballeira a los diecinueve años, en 1933 y cuando reclamaba independencia, responde, en su horror, a esos antecedentes: en ningún momento su madre la concibió como una hija a la que amar, autónoma respecto a sí misma, sino como una tentativa de ser humano, como un objeto de estudio al que podía darse forma, al igual que un artista moldea sus piezas. Ella misma lo declaró durante el juicio posterior: Como una gran artista que puede destruir su obra si le place, porque un rayo de luz se la muestra imperfecta, así hice yo con mi hija a quien había plasmado y era mi obra.
El suceso tuvo un impacto importante cuando tuvo lugar, por la popularidad amplia y las incursiones políticas de Hildegart, que llegó a cartearse con Herbert George Wells o Gregorio Marañón; cayó después en un cierto olvido y ha sido objeto más recientemente de varios estudios, películas y documentales (la obra más popular hasta ahora sobre este caso, con todos los ingredientes para atraer y espantar, la dirigió Fernán Gómez en 1977, con Amparo Soler Leal y Carmen Roldán como madre e hija; se llamaba Mi hija Hildegart).
Permanece en cines La virgen roja, el filme de Paula Ortiz que ha traído a la actualidad este episodio que probablemente muchos jóvenes no conocieran: narra la película, que evidentemente es fruto de una investigación amplia, los hechos fundamentales y anécdotas recogidas de la vida brevísima de esta niña prodigio, desde el mismo momento de su concepción programada hasta el entierro que sacó a muchos a la calle.
Con el mimo preciosista a cada detalle de escenografías y vestuario que es sello de esta directora, si bien aquí estos son más austeros, la trama se plantea como una sucesión de momentos clave que dan cuenta de la opresión constante que Hildegart padeció y de la severidad de las obsesiones maternas que hubieron de ocasionar la existencia prefabricada y la muerte de la niña: cada una de las píldoras de esa cadena de instantes anticipa, de forma muy gráfica y evidente (a través de un maniquí de color blanco pureza que se resquebraja), este asesinato hasta cierto punto anunciado. El manejo de los tiempos en los distintos capítulos de la juventud de Rodríguez, en evolución hacia la demanda de autonomía, es junto a su talento estético uno de los aciertos mayores de este trabajo; también la plasmación del clima en Madrid tras el advenimiento de la República y de los usos populares y políticos entonces: los primeros, captados a través de la criada Magdalena (Aixa Villagrán), que aporta a la niña el calor que nunca asoma en su madre; los segundos, en las secuencias valiosas de Hildegart en la sede de un Partido Socialista que, a la vez que le invita a aportar sus opiniones, la contempla como un objeto extraño entre sus hombres.
La figura de Hildegart (Alba Planas), y su vulnerabilidad constante ante una madre todopoderosa, es tratada por Ortiz con una delicadeza mayúscula: la película profundiza en su crecimiento, en su entender progresivo de que sus circunstancias no son corrientes y su deseo final de escapar; el personaje de Rodríguez Carballeira, vigorosamente interpretado por Najwa Nimri, queda sin embargo más desdibujado en sus motivaciones, convertido en un misterio. No hay un solo fragmento de La virgen roja en el que el espectador pueda mínimamente aproximarse a las razones de esta madre sin ternura: es comprensible, porque no contamos con datos que puedan explicarlas, aunque fuera parcialmente, más allá de ese ambiente del que comenzábamos hablando, pero sí se echa de menos cierta superación de los rasgos arquetípicos.
En todo caso, la trama desmenuza los efectos diarios y violentos de la fe ciega en ideologías, así como las consecuencias de anteponer una creencia a la realidad y las necesidades personales, y señala las hondas contradicciones de algunos de esos posicionamientos: la defensa de algunas libertades frente a la negación práctica de las más básicas. En ese sentido, esta obra nos interpela hoy y probablemente lo hará en cualquier momento; subrayar esas zonas muy oscuras, iluminarlas desde planos de fotografía bellos, puede considerarse una advertencia.
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