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    * Por Montserrat Valladares

Lo que parecería la escena de una película de terror -secuestro, tentativa de aborto forzado, asesinato, quema y entierro del cuerpo frente a la casa del victimario- no es una ficción. Es Paraguay. Es 2025. Es otro capítulo de la serie “Paraguay, último bastión moral de Sudamérica”, donde la violencia estructural contra las mujeres y niñas se expresa con saña, y el Estado se mantiene en silencio o actúa como cómplice.

El feminicidio de María Fernanda, adolescente de 17 años, no es un hecho aislado. Es la consecuencia directa de una sociedad moldeada por la misoginia, donde los cuerpos de las mujeres son territorios de control, castigo y disputa. En este país, el aborto es más escandaloso que un asesinato.

En este país, se persigue a la propietaria de una farmacia por la venta de una pastilla anticonceptiva de emergencia, pero no se investiga con la misma urgencia a quienes secuestran, violentan y matan a una adolescente.

Los medios no tardaron en llenar portadas con este caso. Pero lejos de aportar una mirada crítica, la mayoría eligió el camino del morbo, del escándalo y del detalle escabroso, como si el horror fuera un espectáculo para consumir. Se compartieron capturas de chats, fotos, nombres, suposiciones y partes de la autopsia sin ningún enfoque ético ni perspectiva de género. Se priorizó la violencia mediática por sobre la justicia y la dignidad de María Fernanda.

Una vez más, los cuerpos de las mujeres, aún en la muerte, son expuestos, juzgados y mercantilizados para alimentar una narrativa que no interpela al sistema, sino que lo reafirma.

¿Dónde está la crítica al Estado que sigue sin políticas públicas integrales de prevención de la violencia basada en género? ¿Dónde está la protección real a niñas y adolescentes que viven en riesgo cotidiano? Mientras tanto, se estima que más de 30.000 abortos ocurren cada año en Paraguay, según una investigación realizada por el Centro Paraguayo de Estudios de Población (CEPEP), y ocurren en silencio, en la clandestinidad, lejos del acceso a derechos y cerca del peligro. Pero eso no conmueve. Lo que escandaliza es si alguien vendió o no una pastilla.

La maquinaria mediática y judicial se mueve rápido para criminalizar a las mujeres, para montar una nueva cacería de brujas donde el aborto, real o imaginado, es la excusa perfecta para desatar una persecución moral. ¿Por qué es más fácil hablar de una supuesta amiga o de un fármaco que nombrar la estructura de violencia machista que permitió este crimen?

Y mientras se repudia públicamente este hecho, una parte de la sociedad responde con la misma violencia que dice condenar. Lo vemos en los discursos de odio, en la necesidad de castigar con crueldad, de exhibir nombres, rostros y cuerpos como si el dolor ajeno fuera un espectáculo. Es la lógica del escarmiento, no de la justicia.

Esta violencia es síntoma de una sociedad que, incapaz de mirar su propia complicidad con el sistema patriarcal, reproduce el horror bajo nuevas formas. La venganza no es justicia. El odio no repara. Y seguir culpando a las mujeres no salva vidas.

María Fernanda fue asesinada por un sistema que sigue naturalizando el control, el castigo y la muerte sobre los cuerpos de las mujeres y niñas.

Honrar su memoria es exigir políticas públicas reales de prevención, educación sexual integral, acceso a derechos reproductivos y justicia feminista. Porque el verdadero crimen es seguir viviendo en un país donde el horror se repite y se tolera en silencio.


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