Este año se cumple un siglo del nacimiento en la capital china de Kevin Andrews, que en sus primeros treinta años de vida creyó ser hijo de un prestigioso paleontólogo que exploró China y Mongolia, Roy Chapman Andrews, posible inspirador de Indiana Jones, y descubrió más tarde que, realmente, su padre era un oficial británico que se desentendió de obligaciones (su madre, Yvette Borup, era de origen estadounidense). En vida no fue un personaje popular como el progenitor que anheló, pero sí lleno de interés.
Su nacimiento en China fue circunstancial y Andrews residiría en su infancia y juventud en prestigiosos internados en Inglaterra y Estados Unidos, y se matriculó en estudios clásicos y literatura americana en Harvard, pero terminarlos le llevó más tiempo de lo deseado pues, tras la irrupción de la II Guerra Mundial, tuvo que pasar un año en un campo de entrenamiento y dos como explorador de una división de la Infantería de Montaña. Tras esa experiencia, su probable empleo como profesor universitario debió parecerle demasiado relajado; según contó, el día de su graduación se topó con un anuncio de una beca de investigación de un año en la Escuela Estadounidense de Estudios Clásicos de Atenas, que solicitó y le fue concedida, dijo él que por ser el único candidato (estaba siendo humilde, se licenció con la máxima nota, y con una tesis cuanto menos peculiar: Prometeo y Ahab, un estudio sobre la claridad y el caos).
Fue entonces cuando comenzó su idilio con Grecia, con algún trago amargo en el camino, dado que el país se encontraba sumido entonces en su guerra civil (1946-1949). En un traslado conoció a un grupo de estudiantes demacrados que eran llevados a una prisión frente a la costa ática; creían que, una vez derrotada Alemania, llegaría la reconciliación nacional, pero lejos de beneficiarse de ella iban a ser fusilados en una cárcel militar. Aquellos jóvenes sin suerte serían recordados en su novela El vuelo de Ícaro, aún por traducir al castellano.
Cuando llegó Andrews a Atenas por primera vez, la ciudad era casi un caos y escasa el agua potable; viajar por el país, muy complicado. En ese contexto increíble, la Escuela que lo había becado, en la colina del Licabeto, volvió a abrir sus puertas: ofrecía unas vistas, dicen que preciosas, del monte Himeto y de las afueras de la capital griega y… disponía de agua corriente. Solo cuatro estudiantes acompañaban a Andrews y fueron avisados de la imposibilidad de acudir a Beocia, la Argólida, el Iliso, Macedonia… o donde quiera que pretendieran leer a los clásicos, dadas las circunstancias; se les ofrecía un curso de arqueología. No obstante, a Andrews se le prometió que podría visitar Micenas, Argos o Tebas con el transporte propio del centro y que tendría trabajo suficiente en la biblioteca, que acumulaba informes de excavaciones.
En El vuelo de Ícaro, cuenta Andrews que esperaba de la arqueología un derroche de revelaciones sobre la vida real y cotidiana de los antiguos, de lo que amaban, de aquello por lo que se dejaban matar, pero que en este centro solo halló burocracia. No quedó seducido por los trabajos que se desarrollaban en Eleusis, Micenas, Olimpia o Argos, donde se les impartían charlas ante estanterías llenas de fragmentos; ni con la tarea de medir bases de columnas o bloques de mármol. Corinto le ofrecería, por fin, un panorama diferente: le impresionaron sus fortalezas medievales, que habían sido construidas con rapidez tomando piedra de los templos.
En el paso de las semanas, desafió las prohibiciones: ascendió el Himeto, siguió el curso del Iliso, se enamoró de una mujer casada y tuvo con ella una hija que sería adoptada por su marido, y comenzó a manifestar síntomas de epilepsia, un trastorno que él achacó a sus relaciones amorosas convulsas. Cuando, por todas estas razones, estaba a punto de abandonar el país, se le ofreció llevar a cabo la editio princeps de varios planos de fortalezas adquiridos en Venecia y realizados por Francesco Grimani, un comandante en Morea, a fines del siglo XVII o principios del XVIII. Correspondían a construcciones del Peloponeso, Creta y Evia; si aceptaba, se le otorgaría una beca Fullbright que le permitiría pasar otros tres años en Grecia y su labor consistiría en examinar los restos y registrar los hallazgos.
Aceptó y, se cree que por primera vez, experimentó entonces la sensación de pertenecer a un lugar, de tener patria y raíces: se había convertido ya en griego, una metamorfosis que narró en su novela citada, compendio de sus años de vagabundeo juvenil y de su amor por esta cultura. El trabajo académico que desarrolló, titulado Castles of the Morea, se consolidaría asimismo como un clásico para los interesados en la arquitectura de la Edad Media en este país. Hay que subrayar que, en este momento, las ruinas clásicas contaban con la protección de gobierno y ejército, no así los restos medievales y bizantinos, que incluso llegaban a servir de refugio a las familias más perjudicadas por la guerra.
Su primer destino fue la ciudadela de Mistrás, cerca de Esparta: fue el último bastión del Imperio bizantino, donde se coronó emperador a Constantino XI Paleólogo. Fundada en el siglo XIII por Guillermo de Villehardouin, esta ciudad perteneció durante dos siglos a Bizancio y durante tres al Imperio otomano; en el siglo XVIII, Venecia se la arrebató a los turcos y el enclave devino centro del comercio de la seda en el Peloponeso. En aquel tiempo solía el estudioso dormir a la intemperie y realizar largos trayectos a pie: más de una vez le echaron el alto, pero guardar una flauta y sus conocimientos de historia le fueron útiles.
Cuando finalizó su periplo por estas fortalezas, Andrews entendió que había llegado el momento de regresar a Estados Unidos, pero antes quiso subir al Olimpo, pese a las advertencias de algunos pastores de que no acudiera al norte porque estaba lleno, decían, de lobos y búlgaros; y de los clubes de alpinismo, dado que la zona se encontraba tomada por el ejército ante la presencia de guerrillas. Como imaginaréis, no hizo caso: en un solo día alcanzó la cumbre, llamada el Trono de Zeus, divisando la llanura de Macedonia y el mar Egeo a sus pies.
Tenía veintisiete años y, atendiendo a su testimonio, a esa altura se despidió de su juventud. Regresó a América, pensando siempre en volver a cruzar el océano; en Nueva York se casaría con Nancy Cummings, hija del poeta E.E.Cummings, tuvo una hija más y, junto a su familia, pudo viajar a Grecia de nuevo en 1956. Allí se asentaron y criaron a otro hijo, Alexis; para entonces, como relata en El vuelo de Ícaro, este país era ya una compañía íntima, algo fiable como una fuerza magnética, un ser amistoso.
Se posicionaría abiertamente contra la dictadura militar, su decisión de permanecer aquí a pesar de las dificultades le costó el matrimonio, soledades y tristezas que solo paliaba junto a los pastores de Yerania o en la isla de Kárpatos y, algo más tarde, junto a Elizabeth Boleman-Harring, escritora y periodista que fue su última pareja. Dejó escrito: Llegué a tiempo a Grecia para conocer una forma de vida antigua e íntima. Es imposible olvidarla ahora que ya se ha ido para siempre.
Él murió en 1989 en Citera, centro del culto a Afrodita, de leche y de miel; para conocerlo mejor, podemos acudir al excelente compendio de textos sobre viajeros mediterráneos Peregrinos de la belleza, de María Belmonte.
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