No tengo soluciones que proponer para restituir en el trono la Belleza que triunfaba en las obras de los viejos maestros, y que en ocasiones aparece tímidamente en las obras de los contemporáneos que siento más cerca. Sin embargo, también yo siento nostalgia de la Belleza, la noto como una ausencia, como algo que me falta; y como exiliado de la Belleza expreso la infelicidad de esta situación, que no me atañe solamente a mí, sino, creo, a toda la humanidad.
Cuando tenía noventa años, una década antes de su fallecimiento en 2022, advirtió el napolitano Raffaele La Capria que había tenido la suerte de gozar una juventud en la que el mar era auténticamente transparente, el cielo parecía intacto y la tierra no se había contaminado: esto es, de haber visto lo que todos sus antecesores habían podido ver antes. El panorama cambió en un momento que fecha en 1942, cuando solo tenía veinte años y la guerra transformó el paisaje, aunque el sentimiento de extrañeza continuó agudizándose después, por razones bien extendidas: un urbanismo y un turismo desordenados, una atención mermada al patrimonio y la naturaleza, o una vida demasiado rápida. La pérdida de esos parajes que le eran familiares tal como los había conocido derivó en nostalgia, y él decidió cultivarla de manera consciente por una razón: el deseo de que regresasen, en sus palabras, ese mar transparente, ese cielo intacto, esa tierra virgen.
Hasta los setenta, La Capria escribió novelas (Herido de muerte, Un día de impaciencia, Amor y psique), pero desde entonces prefirió centrarse en los ensayos, concebidos eso sí de manera muy libre y poco estructurada: a modo de reflexiones que no tenían por qué ser extensas, anotaciones personales, aforismos… que solían referirse a su propia vida, la historia de su ciudad o la naturaleza en declive. En febrero del pasado 2023, Ediciones el Salmón recopiló una selección de ellos, volcados en la defensa de la Belleza, que él escribe con mayúscula, y también de una nostalgia que hace suya, no como escape reaccionario -al que seguramente él no temería nada-, sino como refugio, puede que el único posible (es válido acordarse de otro italiano que clamaba, precisamente en La gran belleza: Qué tenéis en contra de la nostalgia, eh. Es la única distracción posible para quien no cree en el futuro. Pero La Capria no cede a la resignación).
El más extenso de esos ensayos, el primero, da título a este libro y es el más estrechamente vinculado al arte, en el que también añora terrenos perdidos: no cree en la creación que solo se nutre de sí misma o de conceptos, que obvia al público y que se desentiende de la medida, el equilibrio y de un sentido estético que, al menos, no expulse al espectador. Además de reivindicar la belleza como aspiración no caduca, reclama su derecho a no renunciar a ella como el que pelea por no despegarse de una devoción, y el de no amoldarse a aquellas obras que ni puede comprender ni le ofrecen cobijo.
El resto de los textos reunidos son menos extensos pero justifican, en sus pocas páginas, hacerse con este libro y continuar leyendo a La Capria. Possilipo, 1942 procede de la que fue su primera publicación no novelesca, Falsos puntos de partida, y supone un canto a la costa donde creció y una rememoración de la convulsión que implicó para sus vecinos la guerra en lugares que les eran tan cercanos, en los que quedaron prohibidos los baños, se cerraron los balnearios y las playas se vaciaron: Vivir y punto, permaneciendo lo más humano posible, no era una empresa menor, llega a decir. El resto (Mi casa bajo el Solaro, Capri y nunca más Capri, Abandonar la casa) se centran en su estrechísima relación, casi comunión, con esa isla, hasta que los cambios obrados por su propia madurez y los que en las últimas décadas han sacudido este enclave del Tirreno convirtieron sus visitas en turbaciones: Regresar a un lugar donde uno ha sido joven puede ser una experiencia desconcertante. Y así fue la mía. Porque el cambio no se me reveló de inmediato, repentinamente, sino poco a poco. Lo advertía dentro de mí como el sentimiento de una pérdida irreparable que encontraba en las cosas y en las personas, en la naturaleza y en la belleza del paisaje visto desde la terraza de mi casa. Recuerda desde allí cuando el Golfo de Nápoles era su Polinesia y cada arrecife su barrera de coral; las historias y mitos que guarda cada ola del Mediterráneo, más, afirma, que las de todos los océanos juntos; y confronta esa memoria con un paisaje que le ofrece imágenes tremendamente negras: Algunos domingos veo Capri desde aquí arriba como una pobre lagartija azul cubierta por un ejército de insectos negros que devoran su cadáver.
El último capítulo, que evoca a Georges Perec en su título (Nostalgia: instrucciones de uso), puede leerse como epílogo y articula un alegato, tan contundente como breve, de una nostalgia no romántica, sino combativa: No creo, como el Idiota, que “la belleza salvará al mundo”, pero quizá podría salvarnos de la adecuación a lo feo, del desencanto, estableciendo un punto de referencia, un término de comparación indispensable para reencontrar el significado de los lugares que amamos y, con él, nuestra identidad y las razones de lo que hacemos. Hoy en día, la función de lo nostálgico es repetir obstinadamente a los desencantados lo limpio que estaba el mar cuando estaba limpio, lo hermosa que era la bella giornata cuando era hermosa, y lo habitable que era la ciudad cuando era habitable.
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