[Ensayo] «Anatomía de una caída»: En la búsqueda del poder semántico
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Curiosamente, un mismo relato de Henry James, uno de los menos difundidos entre los suyos, La bestia en la jungla, ha inspirado dos películas que han llegado a la cartelera prácticamente a la vez, con resultados muy distintos entre sí: una obra de Patric Chiha que repite el título de la novela, y que en su conjunto resulta más fiel al texto original pese a haberlo traído por completo a nuestro tiempo y a una discoteca como único escenario, y La bestia de Bertrand Bonello, que juega con las proyecciones de la trama a futuro al introducir en la ecuación amorosa de esta historia la inteligencia artificial.
En la creación de James, se narraba en seis partes la posibilidad de un amor entre John Marcher y May Bartram, que se encuentran en sucesivos momentos de sus vidas y se confían sus secretos (Marcher tiene el convencimiento de que un episodio nada corriente, feliz o infeliz, está por sucederle; una bestia que se le echará encima). No llegan a unirse en ninguna de esas oportunidades, quedando envueltos en la melancolía y en los tiempos huecos.
Bonello, que demostró en Casa de tolerancia que no tiene miedo a embarcarse en el lado más sórdido de los usos sociales y sexuales hacia 1900, retoma aquí esa época solo parcialmente, inserta en una narración cuyos entresijos y orden tendrá que intentar descifrar el espectador, paulatinamente porque solo a partir de la suma de las partes se obtienen conclusiones: en un futuro que nos resulta entre amorfo y no demasiado lejano, una mujer (Léa Seydoux) es presionada para extirpar cuanto en ella puede haber de sentimental y de poco productivo; para eliminar sus vulnerabilidades mediante una purificación de ADN. En el proceso, una máquina repasa en su mente los recuerdos de traumas y vidas pasados, otras existencias en las que fue intérprete musical y esposa de un fabricante de muñecas, modelo y guardesa de una casa, y en las que se cruzaba una y otra vez con un hombre (George MacKay) con quien esbozaba una relación amorosa que, entre miedos y presagios negros, finalizaba de manera trágica para ambos sin ni siquiera haberse iniciado. Los temores y esas intuiciones de desgracias, a veces simbolizadas por palomas negras, terminan venciendo una y otra vez a sus deseos; aunque no llegan a nombrarse, se trata, en el fondo, de los lastres, en parte individuales y en parte colectivos, cambiantes pero también constantes, que impiden en unos y otros momentos que las relaciones se desarrollen con naturalidad, no atenazadas por dilemas que sitúan a los protagonistas al borde de la extenuación, inmersos en luchas agotadoras consigo mismos y con el objeto de sus dudas.
Al trasladar, por momentos, esas cuestiones que ya planteaba James al contexto de un futuro aséptico en el que la dificultad ni existirá ni será sentida (tampoco cualquier sentimiento no mecánico y capaz de desequilibrarnos), Bonello crea en el espectador un desasosiego nuevo: el de la angustia de un porvenir de experiencias, hoy apenas conocidas, mañana imposibles, en el que quien trata de escapar a los dictados de un sistema que se introduce literalmente en nuestra carga genética tiene muy difícil la supervivencia.
La bestia supone un experimento en lo visual (con pantallas partidas, distorsiones, escenarios sin localización, pero también con elecciones estéticas muy potentes al trasladar arquitecturas e interiores) y un enorme ejercicio de transmisión de inquietudes severas en casi todos los asuntos de peso.
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admin_re
Las y los estudiantes universitarios del Paraguay demostraron en las calles que “son más de 100”.
Exigen al gobierno de Santiago Peña y su bancada colorado-cartista que repongan todos los fondos que serán desfinanciados con la ley Hambre Cero.
Aseguran que seguirán movilizados hasta que sus pedidos no se garanticen.
Entrevistas por orden de aparición:
María Victoria Méndez – FACEN
Marisol Pérez – FCM
Gloria Medina – Bañado Sur
Estela Núñez – Periodista
Créditos:
Entrevistas:
Noelia Díaz Esquivel y Romina Aquino
Guión: Romina Aquino y Milena Ruiz Díaz
Imágenes y edición: Milena Ruiz Díaz
Dos fuentes temáticas inspiradoras de multitud de historias, que no por conocidas continúan dando frutos menos interesantes, convergen en Pájaros, la última película de Pau Durà: las amistades insospechadas y los viajes que, al margen de lo lejos que nos lleven físicamente respecto al punto de partida, suponen, sobre todo, una peregrinación personal, un periplo interior. Son las bases de una narración para todos familiar que, precisamente por común, también estamos acostumbrados a que no siempre salga bien: a que resulte demasiado previsible, poco veraz o falta de originalidad.
El cineasta alicantino, más conocido seguramente como actor televisivo que como director, asumió el reto de adoptar esos mimbres convencionales para trenzar con ellos un relato nuevo y de interés contando con dos herramientas: actores de los que no se puede esperar fallo y una trama que, si no profundiza en esa supuesta crisis reciente de la masculinidad, sí nos presenta a dos tipos que tienen en común panoramas emocionales (amorosos) complicados, una asunción de la madurez cuestionable y un evidente buen corazón.
Colombo (Javier Gutiérrez) es un empleado de aparcamiento al borde del divorcio, que no se ocupa de su hijo con demasiada regularidad y que disfruta del juego, un hombre muy hablador y, a priori, poco dado a la observación de lo pequeño; Mario (Luis Zahera), que llega a su vida de forma muy circunstancial y al que en principio no adivinaremos oficio, es extremadamente introvertido, gusta del silencio y sabe mucho de aves migratorias. Descubriremos también que, pese a sus aparentes inseguridades (se muestra incapaz de conducir pese a haber aprendido, tartamudea) cuenta con la valentía suficiente para recorrer media Europa con el fin de recuperar un amor del que no puede estar seguro, o en su defecto, de restituir a la que fue su pareja un dinero que le corresponde. Ninguno de los dos parece ser consciente de cuál es su lugar, ni siquiera de tener un sitio que ocupar, pero no tardan demasiado en darse cuenta de que se necesitan mutuamente y de que, mientras su aventura no acabe, es apoyando al otro -al que, en el fondo, apenas conocen-, donde deben estar. Confusos, quizá, a la hora de plantearse el rumbo general de sus vidas, sí manifiestan tener claro cuál ha de ser el rumbo del momento, sobre todo cuando las peripecias y una confianza creciente hace que los secretos dejen de serlo y la figura de Mario pase de ser un enigma a convertirse casi en un Quijote, héroe y antihéroe a la vez, perseguido por la justicia e impulsado, en parte, por un sentido muy particular de ella.
Sus lazos comienzan, en realidad, a partir de una necesidad material y mutua: Colombo necesita dinero y Mario un chófer; por eso, en los inicios de su viaje, su conversación es escasa y apenas escapa de la negociación de los términos de su trato, un acuerdo extraño. Mario disfraza su búsqueda de un reencuentro, y de la restitución de una deuda pendiente, con el deseo de seguir los pasos de las grullas; cuando uno y otro sepan que es un dolor pasado el que exige su propia migración, y compartan sustancias peligrosas en Turín y tengan que cubrirse las espaldas ante idiomas y legislaciones desconocidas, esa distancia contractual quedará fulminada y sus respectivas formas de ser (reactiva y pasiva, casi rústica y casi refinada) terminarán por completarse. Ninguno de los dos le marcará el rumbo al otro y, en lo meramente práctico, ni Colombo ni Mario verán modificada su situación personal al finalizar el viaje, pero la experiencia compartida no los ha dejado como estaban. Dicen que vayas donde vayas te acabas encontrando contigo mismo; quienes no se mueven solos, acaban encontrando también a los demás.
Pájaros no esconde el drama evidente de sus personajes, tan perdidos como entrañables, pero elige desarrollarse en un tono vitalista en el que la ausencia de las soluciones esperadas acaba iluminando otros caminos.
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